sábado, 14 de noviembre de 2015

Trauma, quizá maldición




Fue en el verano en el que madurábamos la pubertad —cuando los juegos muestran una tendencia clara a mutarse en sexo—, que pasado el mediodía y chapoteando en la alberca, yo encontraba un secreto placer en abrasarme en el fuego que se generaba de rozar su cuerpo con el mío.
Salimos del estanque y nos tumbamos al sol. Ella, boca arriba, con sus pechos duros y orgullosos de juventud señalando al cielo bajo la diminuta tela; yo, boca abajo, ocultando una erección de la misma naturaleza. La risa tonta de los quince años, que decía mi madre, no abandonaba nuestras bocas.
—¿Conoces la historia del escalador de montañas? —dije mientras mis dedos, como piernas de un hombre diminuto, caminaban por su brazo en dirección a aquellas lomas que me hipnotizaban.
Ella reía mientras me apartaba la mano.
—Era un hombre decidido que no se dejaba vencer tan fácil. —Y volvía a intentarlo desde otro ángulo obteniendo el mismo resultado.
—Será mejor que te cuente, entonces, la de aquel otro al que le gustaban los desfiladeros. —Y mis dedos consiguieron cruzar por entre sus senos. Yo me crecí y cuando planeaba una incursión a su ombligo, y quizá seguir más abajo, cruzó por la vereda la vieja Tomasa que, conociendo nuestro parentesco, nos acusó con su aviso.
—Los primos, cuando se casan, tienen niños tontos.
Fue el temor de que hubiera visto mis intenciones lo que me asustó, luego, el eco de las preguntas que me nacían... ¿Casarse? ¿Hijos? Yo no pensaba en eso… ¡lo mío era tan simple!
Desde entonces y sólo ante mi prima, aquel conjuro toma fuerza y mi entrepierna, recordando el sobresalto, se convierte en copia del rostro de aquella bruja: un trozo de piel mustia donde se amontonan las arrugas.



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