Fue en el
verano en el que madurábamos la pubertad —cuando los juegos muestran una
tendencia clara a mutarse en sexo—, que pasado el mediodía y chapoteando en la
alberca, yo encontraba un secreto placer en abrasarme en el fuego que se
generaba de rozar su cuerpo con el mío.
Salimos del
estanque y nos tumbamos al sol. Ella, boca arriba, con sus pechos duros y
orgullosos de juventud señalando al cielo bajo la diminuta tela; yo, boca
abajo, ocultando una erección de la misma naturaleza. La risa tonta de los
quince años, que decía mi madre, no abandonaba nuestras bocas.
—¿Conoces la
historia del escalador de montañas? —dije mientras mis dedos, como piernas de
un hombre diminuto, caminaban por su brazo en dirección a aquellas lomas que me
hipnotizaban.
Ella reía
mientras me apartaba la mano.
—Era un
hombre decidido que no se dejaba vencer tan fácil. —Y volvía a intentarlo desde
otro ángulo obteniendo el mismo resultado.
—Será mejor
que te cuente, entonces, la de aquel otro al que le gustaban los desfiladeros.
—Y mis dedos consiguieron cruzar por entre sus senos. Yo me crecí y cuando
planeaba una incursión a su ombligo, y quizá seguir más abajo, cruzó por la
vereda la vieja Tomasa que, conociendo nuestro parentesco, nos acusó con su
aviso.
—Los primos,
cuando se casan, tienen niños tontos.
Fue el temor
de que hubiera visto mis intenciones lo que me asustó, luego, el eco de las
preguntas que me nacían... ¿Casarse? ¿Hijos? Yo no pensaba en eso… ¡lo mío era
tan simple!
Desde entonces
y sólo ante mi prima, aquel conjuro toma fuerza y mi entrepierna, recordando el
sobresalto, se convierte en copia del rostro de aquella bruja: un trozo de piel
mustia donde se amontonan las arrugas.
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