jueves, 17 de diciembre de 2015

Desatando pasiones (pandemonio, porfiar, pécora)




No la entendí, el pandemonio en el que se había convertido el bar me lo impidió. Simplemente le dije:
—No.
Ella insistió.
—A cambio me puedes tú invitar a otra en tu casa.
—¿No eres muy joven para ir por ahí ejerciendo de pécora? Algo buscas, ¿sabes que yo podría ser tu padre?
Se acercó a mí lo suficiente como para ponerme nervioso con su olor a juventud, y siguió en su porfía.
—Tengo edad suficiente para beber y hacer lo que quiera sin tener que dar explicaciones. —Llamó al camarero con un gesto y le pidió una recarga para mi copa casi vacía—. No será que me tienes miedo, ¿verdad?
—¿Mujer, y joven? Qué va. He sobrevivido a dos divorcios y a algunas amantes. No confundas la prudencia con el temor.
—Podemos irnos entonces.
—¿Y qué ventaja sacaría yo? —dije— No estoy por la labor de enseñar al que no sabe.
Ella acercó su boca a mi oreja, pensé que diría algo pero solo me sujetó el lóbulo entre dientes y lengua. Un escalofrío quemó mis defensas.
Camino de casa me repetía que no era buena idea, que por un cuerpo como el de la chica un viejo como yo podía hacer muchas idioteces. Ella contaba algo y se reía, yo no la escuchaba, estaba ocupado en mi batalla interior.
—Ahora te enseñaré lo que sé hacer —me dijo empujándome hacia la cama.
Me desabrochó la camisa y subió mis manos hasta el cabecero donde me las ató con un pañuelo. Estaba nerviosa, y era tan inexperta en el amor como haciendo nudos. Al primer envite de su lengua en mi pecho, camino del ombligo, el pañuelo se desató; pero yo…yo ya no quería escapar.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

El nombre perdido




Había días que me miraba como hipnotizado, sin parpadear. Ya casi nunca hablaba. Los años de enfermedad le fueron consumiendo igual que el fuego a una bujía. Sólo me miraba, extraviado, como si estuviera leyendo en mi interior. Yo me sentía desnudo y violento, no quería que mirara dentro de mí. Mi madre rompía la tensión sacándolo de su trance.
— ¡Niño! —nunca la oí llamarle por su nombre— ¿Qué miras? ¿Sabes quién es ése?
Y él la miraba con ojos de niño, esbozando una tímida sonrisa, como disculpándose por su ignorancia mientras movía la cabeza suavemente de lado a lado. Y a mí me dolía por dentro, más que si hubiera visto mis miserias.
Una mañana ya no tuvo fuerzas para levantarse y redujo su mundo a las cuatro paredes de su habitación. Cuando iba a verle ya no me miraba fijamente. Tras un leve vistazo dejaba caer sus párpados y se hundía, lento, como perdiéndose en una niebla de sábanas de algodón. Ni siquiera mi madre lograba traerlo de vuelta.
— ¡Niño! —¡Quién sabe si olvidó su nombre!— ¡Niño! ¡Escúchame!...
Y él desobedecía. Solo a veces dibujaba en su cara un gesto de fastidio y rehusaba la comida o el agua que le ofrecía.
Ella entraba furtiva una y otra vez en el dormitorio con un vaso de zumo y una pajita.
— ¡Niño! —le susurraba— ¡Niño! —Incansable. Y le tocaba el brazo— ¡Niño! —la cara, la frente— ¡Niño!
La mañana del domingo mi hermano mayor dio la voz de alarma y nos juntamos a su lado. Mi padre respiraba con dificultad, luego llenó sus pulmones como con avaricia y los vació lento por última vez.
Mi madre trataba de retenerlo mientras le llamaba.
— ¡Niño! ¡Niño!—Y aceptando la derrota, decidió devolverle la identidad de hombre— ¡¡¡Emilio!!! — dijo. Y lloró.