Encontrándose Indeciso Martín ante una disyuntiva, si se le
reclamaba una respuesta, siempre contestaba con la misma frase dando una
sensación engañosa de apatía: «Me da lo mismo». Si la elección se le presentaba
por los azares de la vida, sin intervención humana, no valiéndole la misma
respuesta que en los casos anteriores, se quedaba Indeciso quieto como si le
hubieran puesto trabas al ánimo. Su padre, en las tardes largas del verano en
que Indeciso cumplió trece años, tras muchas horas de observación, empezó a
barruntar una idea de lo que le pasaba al muchacho. Este era hábil, e
inteligente, desde que se le marcaba una faena la emprendía con entusiasmo y la
solía llevar a buen término, pero si nadie le animaba, si nadie le indicaba qué
tenía que hacer, se quedaba pasmado sin saber qué pie poner primero para echar
a andar. Sentenció el padre, con pesar, que Indeciso no sabía tomar decisiones.
Elaboró el hombre un plan de actuación para solventar la tara de su hijo y
púsose a abonar el arrojo del chaval con frases que le dieran confianza. No
pasaba un día en que no le dijera cien veces cosas como que él era capaz de
hacerlo todo y que no pasaba nada si uno se equivocaba, las mejores enseñanzas
vienen de los errores, concluía. Pero Indeciso no mejoró. Entre tanto, los de
su entorno, descubrieron que para evitar largas esperas mientras él trataba de
decidir, solo tenían que presentar las elecciones con un ligero desequilibrio:
«¿Qué quieres para desayunar, churros o madalenas? Las madalenas están recién
salidas del horno, no pueden estar más buenas», «¿Cuál prefieres, el rojo o el
azul? El azul hace juego con tus ojos», de esta forma Indeciso se decantaba por
una de las opciones sin esfuerzo.
Empezó a estudiar Derecho porque el padre se lo aconsejó.
Pensaba el viejo que las leyes eran poco mutables y no había que elegir entre
ellas, solo aplicarlas. La fatalidad le visitó en aquella época. Mientras iban
a verlo a la universidad, los padres murieron entre un amasijo de hierros en el
exterior de una curva peligrosa, y los dos rezaron, en los últimos instantes de
su vida, pidiendo por su hijo. Indeciso se quedó solo y al pairo en un mundo de
oleaje y vientos desordenados.
«Debes terminar los estudios» le dijeron amigos y
familiares, y así lo hizo él. «Parece que la casa de tus padres te trae
recuerdos dolorosos, será mejor que te vayas lejos», e Indeciso se fue lejos.
Aceptó el primer trabajo que le ofrecieron y se dejó llevar
por la vida. Se compró el coche más vendido ese año, y también una casa porque
un amigo le dijo que era una buena inversión. Era una casa vieja, llena aún con
los trastos y enseres de los antiguos habitantes. Había en una de las paredes
un retrato de un anciano que le resultaba familiar, aunque por más empeño que
ponía en averiguar a quién le recordaba no lo consiguió. Tenía aquel hombre una
sonrisa enigmática, suave, imprecisa. Se quedó el retrato colgado de la pared
porque Indeciso, intentando resolver si aprovechar o no ciertos muebles, creyó
ver en el rostro del anciano un consentimiento a una de las opciones en forma
de sonrisa clara. Repitió aquel juego para decidir el color de las paredes y
otros asuntos de menor importancia, de esta forma el hombre del retrato se fue
convirtiendo en un apoyo valioso en su defecto. Comenzó Indeciso a hablarle al
anciano y a hacerlo partícipe de todo lo que le acontecía en la vida. Él le
contestaba con un simple giro de sus labios cerrados o arqueando las cejas de
forma casi imperceptible y, basándose en esos gestos, tomándolos por
indicaciones, el joven optaba por tomar un camino u otro. Indeciso, valiéndose
de esa ayuda, prosperó en el trabajo, eligió buenas amistades e hizo inversiones
rentables de sus ahorros. Cuando conoció a María también tuvo el beneplácito
del viejo de la foto. Se casaron los jóvenes al poco tiempo y María pasó a
ocupar el puesto de consejera de su marido. El retrato, por ser ya inútil, y
por miedo a que aquella extraña relación fuera objeto de burla, acabó en el
desván en un quieto viaje al olvido.
Indeciso tuvo una buena vida; María fue la mejor compañera y
el complemento ideal para remediar sus problemas de indecisión. Tuvieron tres
hijos de los que sentirse orgullosos y que al crecer se repartieron por el
mundo en busca de sus propios anhelos. Ellos, viejos y solos, llevaron una
existencia de adoración mutua hasta que una larga enfermedad se llevó a María.
Indeciso perdió el apetito, aunque siguió adelante por la inercia de una vida
larga. Recibió la oferta de sus tres hijos para irse con ellos y volvió a vivir
el problema impuesto por su naturaleza dubitativa. Los quería a los tres; las
tres eran buenas opciones. Se acordó entonces de su antiguo amigo, el del retrato,
y rebuscó en los altillos de los armarios y en todos los rincones esperando la
ayuda que necesitaba para acabar con sus vacilaciones. Lo encontró donde lo
dejaron, en el desván, tapado con una sábana. Mientras soplaba el polvo que
cubría la foto, se maldecía por su problema. Recordó al padre con las frases de
ánimo que usó durante tanto tiempo en su juventud: «Tú puedes hacerlo, no
necesitas a nadie para esto», pero no era cierto, no podía elegir nada sin
ayuda, aunque al mirar la foto, reconociendo al fin aquella cara familiar, supo
que hubo un tiempo en que no dejó de tomar decisiones por él mismo. Desde el
retrato, con una sonrisa de complicidad, le miraba el mismo rostro que había
visto esa mañana en el espejo del baño mientras se afeitaba.
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