domingo, 15 de noviembre de 2015

Aprendiendo a caminar solo


Encontrándose Indeciso Martín ante una disyuntiva, si se le reclamaba una respuesta, siempre contestaba con la misma frase dando una sensación engañosa de apatía: «Me da lo mismo». Si la elección se le presentaba por los azares de la vida, sin intervención humana, no valiéndole la misma respuesta que en los casos anteriores, se quedaba Indeciso quieto como si le hubieran puesto trabas al ánimo. Su padre, en las tardes largas del verano en que Indeciso cumplió trece años, tras muchas horas de observación, empezó a barruntar una idea de lo que le pasaba al muchacho. Este era hábil, e inteligente, desde que se le marcaba una faena la emprendía con entusiasmo y la solía llevar a buen término, pero si nadie le animaba, si nadie le indicaba qué tenía que hacer, se quedaba pasmado sin saber qué pie poner primero para echar a andar. Sentenció el padre, con pesar, que Indeciso no sabía tomar decisiones. Elaboró el hombre un plan de actuación para solventar la tara de su hijo y púsose a abonar el arrojo del chaval con frases que le dieran confianza. No pasaba un día en que no le dijera cien veces cosas como que él era capaz de hacerlo todo y que no pasaba nada si uno se equivocaba, las mejores enseñanzas vienen de los errores, concluía. Pero Indeciso no mejoró. Entre tanto, los de su entorno, descubrieron que para evitar largas esperas mientras él trataba de decidir, solo tenían que presentar las elecciones con un ligero desequilibrio: «¿Qué quieres para desayunar, churros o madalenas? Las madalenas están recién salidas del horno, no pueden estar más buenas», «¿Cuál prefieres, el rojo o el azul? El azul hace juego con tus ojos», de esta forma Indeciso se decantaba por una de las opciones sin esfuerzo.
Empezó a estudiar Derecho porque el padre se lo aconsejó. Pensaba el viejo que las leyes eran poco mutables y no había que elegir entre ellas, solo aplicarlas. La fatalidad le visitó en aquella época. Mientras iban a verlo a la universidad, los padres murieron entre un amasijo de hierros en el exterior de una curva peligrosa, y los dos rezaron, en los últimos instantes de su vida, pidiendo por su hijo. Indeciso se quedó solo y al pairo en un mundo de oleaje y vientos desordenados.
«Debes terminar los estudios» le dijeron amigos y familiares, y así lo hizo él. «Parece que la casa de tus padres te trae recuerdos dolorosos, será mejor que te vayas lejos», e Indeciso se fue lejos.
Aceptó el primer trabajo que le ofrecieron y se dejó llevar por la vida. Se compró el coche más vendido ese año, y también una casa porque un amigo le dijo que era una buena inversión. Era una casa vieja, llena aún con los trastos y enseres de los antiguos habitantes. Había en una de las paredes un retrato de un anciano que le resultaba familiar, aunque por más empeño que ponía en averiguar a quién le recordaba no lo consiguió. Tenía aquel hombre una sonrisa enigmática, suave, imprecisa. Se quedó el retrato colgado de la pared porque Indeciso, intentando resolver si aprovechar o no ciertos muebles, creyó ver en el rostro del anciano un consentimiento a una de las opciones en forma de sonrisa clara. Repitió aquel juego para decidir el color de las paredes y otros asuntos de menor importancia, de esta forma el hombre del retrato se fue convirtiendo en un apoyo valioso en su defecto. Comenzó Indeciso a hablarle al anciano y a hacerlo partícipe de todo lo que le acontecía en la vida. Él le contestaba con un simple giro de sus labios cerrados o arqueando las cejas de forma casi imperceptible y, basándose en esos gestos, tomándolos por indicaciones, el joven optaba por tomar un camino u otro. Indeciso, valiéndose de esa ayuda, prosperó en el trabajo, eligió buenas amistades e hizo inversiones rentables de sus ahorros. Cuando conoció a María también tuvo el beneplácito del viejo de la foto. Se casaron los jóvenes al poco tiempo y María pasó a ocupar el puesto de consejera de su marido. El retrato, por ser ya inútil, y por miedo a que aquella extraña relación fuera objeto de burla, acabó en el desván en un quieto viaje al olvido.
Indeciso tuvo una buena vida; María fue la mejor compañera y el complemento ideal para remediar sus problemas de indecisión. Tuvieron tres hijos de los que sentirse orgullosos y que al crecer se repartieron por el mundo en busca de sus propios anhelos. Ellos, viejos y solos, llevaron una existencia de adoración mutua hasta que una larga enfermedad se llevó a María. Indeciso perdió el apetito, aunque siguió adelante por la inercia de una vida larga. Recibió la oferta de sus tres hijos para irse con ellos y volvió a vivir el problema impuesto por su naturaleza dubitativa. Los quería a los tres; las tres eran buenas opciones. Se acordó entonces de su antiguo amigo, el del retrato, y rebuscó en los altillos de los armarios y en todos los rincones esperando la ayuda que necesitaba para acabar con sus vacilaciones. Lo encontró donde lo dejaron, en el desván, tapado con una sábana. Mientras soplaba el polvo que cubría la foto, se maldecía por su problema. Recordó al padre con las frases de ánimo que usó durante tanto tiempo en su juventud: «Tú puedes hacerlo, no necesitas a nadie para esto», pero no era cierto, no podía elegir nada sin ayuda, aunque al mirar la foto, reconociendo al fin aquella cara familiar, supo que hubo un tiempo en que no dejó de tomar decisiones por él mismo. Desde el retrato, con una sonrisa de complicidad, le miraba el mismo rostro que había visto esa mañana en el espejo del baño mientras se afeitaba.


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