domingo, 29 de noviembre de 2015

El enigma




A la pregunta de —¿Cuántos añitos tienes?— Andrea responde extendiendo los cinco dedos de su mano derecha como los rayos de un sol de lápiz. Luego, con el índice de la otra mano, como una nube solitaria en el cielo limpio, oculta dos de ellos, los dobla, los castiga, y muestra triunfante un sol eclipsado con tres rayos curvados por el esfuerzo. La luz está en su sonrisa, en sus diminutos dientes, en sus rizos.
La niebla que sale de detrás de la mampara de la ducha, avanzando como una difusa araña por el techo, va cargando el ambiente de un agradable calorcito en el que se disuelve la pereza de quitarse la ropa. Héctor canta, hace gárgaras y juega con el agua caliente. Ella lucha por sacar la cabeza por el estrecho agujero del jersey, se queja, gruñe, se enfada. Cuando lo consigue, una misteriosa llamada a su curiosidad la lleva frente al espejo empañado, donde pasea un dedo por el cristal frío y fabrica líneas sin sentido y círculos deformes. Tras una pausa pequeña, piensa y decide que puede pintar una casa, su hermano le enseñó cómo hacerlo, pero ya no le queda espacio, sólo un rinconcito donde dibuja el tejado, que también Héctor le explicó que es como la “A” de Andrea. Luego lo borra todo con su mano abierta diciendo adiós. Su palma está mojada y en el espejo está lloviendo, se ven montones de pequeñas gotas de agua suspendidas en el aire, como en una foto, pero ella se mueve. ¡Qué divertido!
La puerta se abre rápido, y suena la voz de mamá, presurosa, impaciente.
—Héctor, termina ya, no gastes más agua caliente. ¿Y tú? ¿Todavía estás así? Desnúdate y avísame cuando estés para que te duche.
Aunque se baja los pantalones y las braguitas a la vez con las manos hasta las rodillas, termina el trabajo subiendo y bajando los pies como un soldado que desfila sin moverse del sitio, luego recoge la pelota de ropa y la pone en la cesta de mimbre. Se gira al espejo que vuelve a estar blanco y hace una ventana para encontrarse con su cara. Se saluda con una sonrisa, abre la boca para mirar dentro y pone caras monstruosas que la hacen reír hasta la carcajada.
La puerta de la mampara se mueve a un lado y sale de entre el vapor Héctor, chorreando, con el pelo en tres mechones tiesos, desequilibrados, como los de un monigote de tiza. Tiene los brazos estirados al frente y las manos con los dedos como garfios. De su boca sale un gruñido que acaba su terrorífico timbre en un castañeo de dientes llevándolos a los dos a una serie de risas estridentes y contagiosas.
Andrea lo mira mientras se seca, observa su cara allí arriba y luego posa sus ojos por debajo del ombligo, en su tímido pene. Se acerca curiosa y una vez más, como todos los días, quiere tocarlo. Su hermano, al darse cuenta, le retira el dedo extendido con un manotazo. Ella sigue mirándolo fijamente, abstraída, y busca con sus manos entre sus muslos. Al no encontrar nada parecido trata de acercar sus ojos, para ello dobla las piernas ligeramente, mete el culo, arquea la espalda y baja la cabeza todo lo que puede. Parece un enorme signo de interrogación. Está en esa tarea cuando entra su madre y busca en ella la respuesta al enigma del momento
—Mami, ¿a mí cuando me va a salir el pito?

jueves, 26 de noviembre de 2015

Piedras





Su pequeño cuerpo parecía un perchero del que colgaba toda la ropa que pudiera tener en propiedad. En la última capa un tres cuartos de color indefinido de cuyos bolsillos sacaba rápida las piedras que arrojaba a su invisible perseguidor. Desde su boca también le arrojaba insultos, gritos ininteligibles, arañados y rasgados por los dos únicos dientes que le quedaban en las encías arrasadas.
Su pelo, cortado a grandes trasquilones, parecía una roca debido al duro amasijo que formaba con el polvo y el sudor acumulado de días, de meses… En su cara y en su piel, las arrugas aprisionaban en su interior una capa de roña que, a modo de pátina, imitaban la madera vieja.
La Loca, así se la conocía, siempre estaba huyendo. Caminaba por las calles empedradas del pueblo arrastrando su vida loca. Iba por los caminos de tierra empolvando sus pies locos. No se paraba en ningún sitio. Tras de sí, como un gigante y mutado caracol, dejaba un rastro de letanía, un criptograma, una cadena de palabras sin fin, un murmullo viscoso. Y a cada tanto giraba su cuerpo, emitía esos locos gritos, tiraba piedras y corría de un peligro imaginario. En la huida aprovechaba para hacerse con nuevos proyectiles. Sin aparente esfuerzo doblaba su cuerpo menudo y recogía todo lo susceptible de ser lanzado. Tenían más valor las piedras vivas, las de filos redondos y del tamaño de un huevo. Los baches de las calles empedradas eran polvorines de los que cogía la munición con avidez malsana, con ansia, con recurrente avaricia.
La loca tenía una historia que a veces asomaba en sus ojos espantados. Una historia que se desbordaba en gotas saladas, en abstractas corrientes que borraban la mugre de su cara y dejaban atisbar un fondo limpio y cuerdo tras los cristales recién lavados. Con esos retazos la gente componía las otras historias, completas e inventadas, al calor de los hogares, en los ratos de costura o en las colas del mercado.
La Loca servía de diana para las burlas de los niños audaces y temerarios.
—Loca, tú no estás loca, tú estás tonta, ¡ja ja ja!
Pero las chanzas no tuvieron nunca represalias. Servía de igual forma, de excusa a lo perdido.
—Juraría que lo acabo de poner encima de la mesa, seguro que entró la Loca y lo cogió.
Para todo mal inesperado.
La Loca te echó mal de ojo.
Para desahogo de frustraciones.
—¡Fuera, Loca, vete de aquí!, sólo me faltaba que me pegaras algo.
Para matar desobediencias.
—Como no te portes bien te regalo a la Loca.
Y para acallar conciencias o calmar dolores de pecados.
—Toma, Loca, aquí tienes para que comas —y le ponían en la mano algún bocadillo o trozo de queso envuelto en papel de estraza que ella recogía sin dejar de mirar de reojo por encima del hombro.
—¿De quién corres, Loca? ¿Quién te sigue? ¿A quién temes?—y cada pregunta quedaba suelta, levitando sin respuesta. Como mucho, asistían a un nuevo episodio en el que asustada, con los ojos perdidos en ninguna parte, gritaba, tiraba piedras y escapaba del que la perseguía, de su miedo oculto e invisible.

Aquella mañana, temprano, antes de salir al campo pasé por el bar a tomar el primer café del día. Y como siempre que había una novedad que contar, un motivo para escapar de la rutina, la noticia flotaba palpable en el aire como si de la humedad se tratara.
—¿Te has enterado? La Loca ha muerto —me dijo Gregorio mientras me acercaba la taza de café humeante, cumpliendo con su deber de pregonero aficionado, con su vocación de comadre chismosa—. La han encontrado muerta en medio de la calle del Ayuntamiento.
—Pues menudo estreno que ha tenido —sentenció el Seis Dedos con un madrugador tono de sarcasmo—. Hoy era cuando iban a inaugurar las aceras y el asfalto de esa calle.
—Yo creo que la han matado. —Matías y su eterna filosofía de conspiración—. Ese no es un sitio normal para ir a morirse. Y un robo no ha sido, porque… ¿Qué tenía la Loca?
—¡Piedras! — y contestaron risas al comentario anónimo.
—¡Qué va! Dice el cabo de la Guardia Civil que no tenía ni una, que llevaba los bolsillos vacíos. —Gregorio en voz baja, tratando de poner tono de confidencia, de misterio—. Las había tirado todas.
—Pudo haber sido un infarto, no creo que haya otra explicación —intervine yo, poniendo los pies de todos en el suelo— ¿No?
Y desde el final de la barra, con su acostumbrada parsimonia y voz ronca, nos llegó la solución del enigma de la mano del viejo Antonio, el de Las Cañadas.
—Está claro como el agua —una profunda calada al pitillo prendió nuestras miradas en su punta de fuego rojo—, lanzó todas las piedras, y en la calle nueva, en el asfalto —enredando las palabras en volutas de humo— no pudo encontrar más munición con la que seguir espantando a la muerte.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

La cíclica historia




—Aquí tiene su café —dice la niña y pone la pequeña taza de plástico frente al oso que, imperturbable, permanece sentado de forma rígida mostrando las plantas acolchadas de sus patas—, tenga cuidado que quema —le advierte— ¿Y el trabajo, cómo va? Cansado, ¿verdad? —el peluche sigue mirando como a través de ella— Sí, debe de ser el gato que anda por allí —añade en tono de confidencia—. Hace siempre lo que le da la gana, no hay forma de que obedezca. ¡Es un caso perdido! —acaba sentenciando. Solícita le ofrece— ¿Le pongo azúcar?
Reordena sobre la mesita los cubiertos amarillos y las servilletas de papel moviéndolas apenas unos milímetros, y suspira.
—Si no te lo tomas se te va a enfriar. ¿O es que no te gusta? —Empieza a mostrarse enfadada—. Podías haberlo dicho antes y me hubiera ahorrado todo el trabajo. Es que no me tienes en cuenta —le grita—. Me paso todo el día trabajando para nada. ¡Pues ahora te lo tomas y punto! —Golpea con su puño sobre la mesa— ¡Oso estúpido!
Se gira al advertir una sombra en el umbral de la puerta. Sonríe al reconocer a su madre.
—Estoy jugando —explica.
La mujer se le acerca y pone en su mejilla un sonoro beso que estalla al romperse el vacío que crearon sus labios.
—Sí, mi amor. —Y se aleja ordenando mentalmente el trabajo que le queda en la cocina para terminar la cena antes de que él llegue.
—¿Quiere unas galletitas? —dice la niña al peluche que permanece rígido.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Preámbulo al Quijote




La lluvia le impidió ir de caza, así que decidió gastar la tarde en un viaje por los mundos de la caballería. Encendió el candil. Extrajo del cajón un libro cuya portada rezaba Amadís de Gaula. Al pasar las páginas, una de ellas, altanera, le hizo un corte en el dedo índice. A don Alonso se le envenenó la sangre de literatura.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Cimientos de Psicosis




Con el pelo canoso y el traje negro, aquella mujer, sacada de un tiempo pasado en el que los colores no existían, seguía impasible con el bolso en su regazo mientras la funcionaria guardaba los papeles tras echarles un vistazo de aprobación.
—Falta la firma del director para hacerlo oficial… pero ya tiene usted los permisos para la explotación del hotel. Enhorabuena, señora Bates.
—No es más que un parador de carretera —respondió sin que su gesto pétreo cambiase—. Llamarlo de otra forma es arrogancia.
—Sí, bueno —dijo mientras se levantaba dando por terminada la entrevista. La excesiva rigidez de la mujer la ponía nerviosa. Aún así, intentó de nuevo ganarse su simpatía alabando al hijo que había permanecido sentado y en silencio—. Sospecho que este hombrecito tan guapo hará de él un hotel famoso —y acarició el rostro del adolescente que, sintiendo el inicio de una erección, bajó avergonzado la mirada.
—Vamos —ordenó al niño y volvió a convertir la boca cerrada en una arruga ligeramente más pronunciada que las otras que empezaban a notársele en el rostro
Bajaron del taxi junto a las habitaciones a pie de carretera. Caminaron hasta la casa que se dibujaba contra el cielo sobre la loma. Ya en ella aleccionó al joven
—Las mujeres son invitaciones del demonio. Ve a lavarte allí donde te tocó y desecha cualquier pensamiento impuro que tuvieras. Sé que el cuerpo de un hombre es tierra fértil donde crecen los pecados. Pero yo, que soy tu madre, te ayudaré a convertirla en un erial donde ninguna de esas semillas crecerá —y sacó del armario una vara con la reverencia de un objeto de culto.
En cada golpe, a Norman, le nacía un grito que no abandonaba su boca y una oleada calor le bañaba los genitales.

viernes, 20 de noviembre de 2015

El examen




En épocas de exámenes, la biblioteca de la Facultad se convierte en un muestrario de zombis, de seres demacrados que más que dar miedo lo rezuman por sus poros. Allí andan algunos encorvados, sujetándose la cabeza como si esta quisiera escapar de ese suplicio y la obligaran a mirar fijamente los libros abiertos de hojas infinitas. Unos pocos están estirados sobre las diminutas sillas, retrepados hasta la insolencia, pretenden, quizá, imitar la postura que tendrían de estar sobres sus camas. Otros, en una paradoja, pasean afuera como animales encerrados.
El murmullo en la biblioteca es eterno, pero las risitas que bailan sobre él en algunos meses han desaparecido en esta época gris. Ahora el murmullo recuerda a una letanía de rezos donde se repiten leyes y fórmulas con la esperanza de alcanzar la inmortalidad en nuestras mentes cansadas. Ya tarde, cuando se acerca la hora de las brujas, se hacen más patentes nuestras ojeras y nuestra piel blanca nostálgica de sol.
Frente a mí había aquella noche una chica a la que no recordaba haber visto nunca. Tenía el pelo largo y muy lacio, y también indómito, pues una y otra vez se le escapaba de la prisión de la oreja donde ella se empeñaba en dejarlo con un gesto mecánico y puntual de una veintena de latidos. Movía los labios como si recitara lo que estaba leyendo, pero parecía más un tic, pues sus ojos pasaban sobre el texto a una velocidad a la que sería imposible la dicción. Cada tanto levantaba la cabeza y doblaba el cuello hacia atrás para descongestionarlo de la postura forzada a la que lo tenía sometido. Cerraba los ojos y abría la boca en ese gesto, así podía yo mirarla tranquilo sin miedo a ser descubierto. Quedaban, en esos segundos, expuestos a mi vista la parte de su pecho y aquellas pecas que el escote redondo y vencido de su abrigo de lana no podía esconder. Apenas se le veía allí donde la carne cambia de ángulo y empiezan o acaban, que nunca lo supe, los senos. Y entre ellos, una sombra, un hueco, una promesa de calor como el que yo empezaba a sentir y que atribuí equivocadamente a la calefacción.
Una de esas veces nuestras miradas se cruzaron, se quedaron unidas un segundo. Yo le sonreí y ella bajó la vista al libro, pero ahora, consciente de que la miraba, no pudo continuar con su rutina automática y empezó a jugar con un lápiz al que hacía apoyarse sobre la mesa y sobre el que resbalaba sus dedos desde arriba hacia abajo; volvía a girarlo y a resbalar sus dedos sobre él. Creo que noté el rubor pintar sus mejillas. Cuando se llevó el lápiz a la boca, tratando de aparentar naturalidad, la imaginación me bañó de fuego.
Aproveché que dio un bostezo y me acerqué a ella con mi termo.
—Hola, tengo café, ¿te apetece uno?
No esperé a que me respondiera, lo abrí y empecé a llenar la taza que le hacía de tapa.
—Aún no he tomado, la taza está limpia —y seguí hablando, no podía darle la oportunidad de rechazarme—. Puede que esté amargo, no me gusta mucho el azúcar y para estar despierto es mejor que sea fuerte. ¿No crees?
Tras la sorpresa en que permanecieron sus ojos un rato, se podían leer las preguntas cuya falta de respuestas la descolocaban. Seguí con mi cháchara.
—Si quieres puedo tomar un sorbo antes y así te demuestro que no está envenenado. O igual soy inmune al veneno, que todo puede ser.
Su falta de respuesta ya me estaba afectando y un escalofrío empezaba a tomar fuerza en mis rodillas y en la espalda, a la altura de los lumbares. Fue la sonrisa que se le escapó la medicina para mis temores.
—¿Cuándo es el examen? —(Dejé de hacer el payaso).
—Mañana.
—El mío también, y… ¿sabes? No creo podamos ampliar mucho nuestros conocimientos en lo que nos queda de noche. Creo que la estamos malgastando.
—La noche —dijo con un toquecito de sorna
—Sí, la noche.
—No te voy a preguntar cuál es tu proposición. Gracias por el café, y ahora, si no te importa…
—¿Me vas a echar así? ¡Hemos compartido un vaso! —protesté.
—Me has regalado un café y eso no me obliga a nada. Los regalos no se pagan, perderían su esencia.
A cada segundo ella se adueñaba del aplomo que yo perdía.
—¿Volveremos a vernos?
—Eso depende de la capacidad que tengas para controlar tus sueños.
Asentí y volví a mi sitio, vencido. Ella siguió allí hasta la madrugada, y yo no la perdí de vista. Seguí viendo el baile del lápiz, los dientes que lo mordían, los dedos que encerraban el pelo en la oreja y, de vez en cuando, una sonrisa que me regalaba a cada rato desmintiendo el frío de su trato.
La luz del amanecer nos trajo un despertar al mundo amplio de la realidad. Los estudiantes florecieron como las malas hierbas con los primeros rayos de sol de la primavera, y el temor al fracaso se hizo denso como la gelatina.
Yo, suspendí el examen. Apenas contesté a tres o cuatro cuestiones. No me preguntaron por sus pecas, ni por su pelo, ni siquiera por el color de sus ojos, tampoco por las nueve cifras que me pasó en un papel cuando se fue al filo de la madrugada; porque esas fueron las únicas cosas que logré memorizar aquella noche.

martes, 17 de noviembre de 2015

Club Margarito (Whisky, juego y putas)



     Como el segundero de un reloj, las gotas que caen de la bolsa de suero a la manguera que baja hasta mi brazo marcan el paso del tiempo. En realidad, yo sé que es una cuenta atrás, un descuento. Cada chof ahogado por el plástico, como si caminara sobre mojado, marca un paso de la muerte que se me acerca.

La habitación está la mayor parte del día en penumbra. La persiana me protege de la luz hiriente del sol; apenas deja pasar unos hilos que hacen visibles las motas de polvo. No sé qué hora es. Los calmantes y la inactividad han hecho de mis días un ir y venir continuo al mundo de los sueños. Son tan frecuentes los viajes de uno a otro lado que ni duermo profundamente ni nunca estoy despierto del todo.
Hay dolor, aunque ya estoy acostumbrado. Pero duele sobre todo la incapacidad. Me llena de vergüenza hacérmelo todo encima. Los primeros días, antes de que pasara la enfermera en su ronda, lloraba, y estiraba el cuello; hundía la cabeza en la almohada huyendo del olor a orín fermentado, negando la propiedad de este cuerpo que se descompone rápidamente. Dicen que las cucarachas son los animales que tienen más posibilidades de sobrevivir a un desastre nuclear por su capacidad de adaptación, yo pienso que no, que somos nosotros los que nos llevamos la palma.
No creo en Dios, pero he rezado infinidad de veces; he suplicado, he maldecido, me he negado a comer y a beber, pero algo, alguien dentro de mí, me niega la muerte. Incluso aquella vez que sujetaba la cuchilla a la altura de la muñeca, ese alguien tuvo más fuerza que yo y me detuvo. Ahora la espero imperturbable, a la muerte, y en la calma de mis horas lentas, la oigo acercarse con insufrible parsimonia
Carmen es una enfermera bajita y algo rechoncha; si no llega a ser así, si llega a tener un cuerpo delgado, con su estatura, hubiera parecido más una muñeca que una persona. Se desplaza con rapidez, como todos los de su tamaño. Cuando entra en la habitación, la sigue el rebufo de un huracán. Se mueve como una hormiga nerviosa; alza la persiana y abre la ventana un poquito.
—Está prohibido —me dice—, pero nunca supe que el aire fresco hiciera daño a nadie —y se lleva el dedo a la boca, partiendo una sonrisa cómplice, pidiendo mi silencio.
Las primeras veces que me limpiaba, que me cambiaba los pañales, yo cerraba los ojos y fingía estar más hundido en el sopor de lo que estaba. Luego, con el paso de los días, su frescura, sus risas, la cotidianeidad y la naturalidad de sus gestos me borraron el pudor. Ahora, el pudor lo siento al admitir que disfruto cuando me roza al cambiar las sábanas. Cierro los ojos cuando posa sus pechos sobre mí, y respiro su olor, su perfume de flores y el resto… quizá lo imagino.
—Hola, Ramiro. —Entra trayendo un vendaval, como siempre—. ¿Cómo está?
Esbozo una sonrisa y cierro los ojos, concentrando las fuerzas para hablarle. Ella quita la bolsa del suero que cuelga como una tripa vacía y pone una nueva en su lugar, tan llena que parece, por su superficie sin arrugas, que fuera a explotar.
—Al menos, en este maldito garito no falta el whisky, ni las mujeres bonitas —la piropeo.
—¡Ay!, que se le ve el plumero. ¡Qué adulador! —retira con un amplio gesto la sábana de mi cuerpo y mira el pañal. No puedo evitar un pinchazo de vergüenza que disfrazo con bromas.
—No quiero que tu marido se entere de lo nuestro. No estoy en condiciones de defenderme.
—¿Y quién le ha dicho que tengo marido?
—Rumores que corren.
Para hacer el rato más agradable, debo agradecer no haberme cagado encima. Ella me tapa de nuevo y se para al lado de mi cama, mirándome con sus ojos de hierba.
—Ramiro, —Me pone la mano en la frente para comprobar si hay fiebre—, este fin de semana no vengo, he cambiado el turno —y acaba en un susurro de confidencia—. Me voy de viaje.
—Bien. —Me alegro por ella—. ¿Y a dónde se va la alegría de mi huerta?
—A la sierra, de camping. —Sonríe picaruela, ilusionada— dicen otros rumores que me pedirá matrimonio.
—¿Quién osa?
—El que será mi marido. —No puede ocultar su enorme sonrisa.
—¡Ah! Bribonzuela, así que no piensas negarte.
Ella me sigue mirando con su cara de pan, se muerde el labio inferior y niega suavemente. A la vez que me hace feliz, me duele su juventud. La envidio hasta el dolor.
—¿Quién te hace el turno?
—Mercedes.
—¿Esa… puta? —no escondo mi desilusión, mi asco hacia su compañera.
—¡Ramiro! No diga tacos —me corrige con tono madrero.
—Y ahora, tengo que irme. Hasta luego. Nos veremos el lunes.
Yo, decaído por su despedida, cansado por los largos días que quedan hasta su vuelta, le muestro mi abatimiento.
—Será un adiós, no un hasta luego. No llegaré al lunes, Carmen.
—No diga tonterías. —Me lanza un beso desde la puerta—. Buen fin de semana. —Y se va.
Mis párpados, como una puerta de piel arrugada, se cierran por su propio peso, y antes de sumirme otra vez en la niebla del duermevela, se me escapa, orgullosa entre dientes, una sentencia, un deseo, un sueño.
—¿Qué te apuestas?  

domingo, 15 de noviembre de 2015

Aprendiendo a caminar solo


Encontrándose Indeciso Martín ante una disyuntiva, si se le reclamaba una respuesta, siempre contestaba con la misma frase dando una sensación engañosa de apatía: «Me da lo mismo». Si la elección se le presentaba por los azares de la vida, sin intervención humana, no valiéndole la misma respuesta que en los casos anteriores, se quedaba Indeciso quieto como si le hubieran puesto trabas al ánimo. Su padre, en las tardes largas del verano en que Indeciso cumplió trece años, tras muchas horas de observación, empezó a barruntar una idea de lo que le pasaba al muchacho. Este era hábil, e inteligente, desde que se le marcaba una faena la emprendía con entusiasmo y la solía llevar a buen término, pero si nadie le animaba, si nadie le indicaba qué tenía que hacer, se quedaba pasmado sin saber qué pie poner primero para echar a andar. Sentenció el padre, con pesar, que Indeciso no sabía tomar decisiones. Elaboró el hombre un plan de actuación para solventar la tara de su hijo y púsose a abonar el arrojo del chaval con frases que le dieran confianza. No pasaba un día en que no le dijera cien veces cosas como que él era capaz de hacerlo todo y que no pasaba nada si uno se equivocaba, las mejores enseñanzas vienen de los errores, concluía. Pero Indeciso no mejoró. Entre tanto, los de su entorno, descubrieron que para evitar largas esperas mientras él trataba de decidir, solo tenían que presentar las elecciones con un ligero desequilibrio: «¿Qué quieres para desayunar, churros o madalenas? Las madalenas están recién salidas del horno, no pueden estar más buenas», «¿Cuál prefieres, el rojo o el azul? El azul hace juego con tus ojos», de esta forma Indeciso se decantaba por una de las opciones sin esfuerzo.
Empezó a estudiar Derecho porque el padre se lo aconsejó. Pensaba el viejo que las leyes eran poco mutables y no había que elegir entre ellas, solo aplicarlas. La fatalidad le visitó en aquella época. Mientras iban a verlo a la universidad, los padres murieron entre un amasijo de hierros en el exterior de una curva peligrosa, y los dos rezaron, en los últimos instantes de su vida, pidiendo por su hijo. Indeciso se quedó solo y al pairo en un mundo de oleaje y vientos desordenados.
«Debes terminar los estudios» le dijeron amigos y familiares, y así lo hizo él. «Parece que la casa de tus padres te trae recuerdos dolorosos, será mejor que te vayas lejos», e Indeciso se fue lejos.
Aceptó el primer trabajo que le ofrecieron y se dejó llevar por la vida. Se compró el coche más vendido ese año, y también una casa porque un amigo le dijo que era una buena inversión. Era una casa vieja, llena aún con los trastos y enseres de los antiguos habitantes. Había en una de las paredes un retrato de un anciano que le resultaba familiar, aunque por más empeño que ponía en averiguar a quién le recordaba no lo consiguió. Tenía aquel hombre una sonrisa enigmática, suave, imprecisa. Se quedó el retrato colgado de la pared porque Indeciso, intentando resolver si aprovechar o no ciertos muebles, creyó ver en el rostro del anciano un consentimiento a una de las opciones en forma de sonrisa clara. Repitió aquel juego para decidir el color de las paredes y otros asuntos de menor importancia, de esta forma el hombre del retrato se fue convirtiendo en un apoyo valioso en su defecto. Comenzó Indeciso a hablarle al anciano y a hacerlo partícipe de todo lo que le acontecía en la vida. Él le contestaba con un simple giro de sus labios cerrados o arqueando las cejas de forma casi imperceptible y, basándose en esos gestos, tomándolos por indicaciones, el joven optaba por tomar un camino u otro. Indeciso, valiéndose de esa ayuda, prosperó en el trabajo, eligió buenas amistades e hizo inversiones rentables de sus ahorros. Cuando conoció a María también tuvo el beneplácito del viejo de la foto. Se casaron los jóvenes al poco tiempo y María pasó a ocupar el puesto de consejera de su marido. El retrato, por ser ya inútil, y por miedo a que aquella extraña relación fuera objeto de burla, acabó en el desván en un quieto viaje al olvido.
Indeciso tuvo una buena vida; María fue la mejor compañera y el complemento ideal para remediar sus problemas de indecisión. Tuvieron tres hijos de los que sentirse orgullosos y que al crecer se repartieron por el mundo en busca de sus propios anhelos. Ellos, viejos y solos, llevaron una existencia de adoración mutua hasta que una larga enfermedad se llevó a María. Indeciso perdió el apetito, aunque siguió adelante por la inercia de una vida larga. Recibió la oferta de sus tres hijos para irse con ellos y volvió a vivir el problema impuesto por su naturaleza dubitativa. Los quería a los tres; las tres eran buenas opciones. Se acordó entonces de su antiguo amigo, el del retrato, y rebuscó en los altillos de los armarios y en todos los rincones esperando la ayuda que necesitaba para acabar con sus vacilaciones. Lo encontró donde lo dejaron, en el desván, tapado con una sábana. Mientras soplaba el polvo que cubría la foto, se maldecía por su problema. Recordó al padre con las frases de ánimo que usó durante tanto tiempo en su juventud: «Tú puedes hacerlo, no necesitas a nadie para esto», pero no era cierto, no podía elegir nada sin ayuda, aunque al mirar la foto, reconociendo al fin aquella cara familiar, supo que hubo un tiempo en que no dejó de tomar decisiones por él mismo. Desde el retrato, con una sonrisa de complicidad, le miraba el mismo rostro que había visto esa mañana en el espejo del baño mientras se afeitaba.


sábado, 14 de noviembre de 2015

Inocente (extendido, segunda persona)




—No sé por qué decidieron eso. En aquellos tiempos era mi padre el dueño del circo. No está bien hablar mal de los muertos, comisario, pero por lo que conocí a mi viejo, seguro que decidió quedárselo por tener mano de obra barata. Tener un hombre para todo por lo que costaba darle de comer, poco más, eso era un buen negocio. La ropa la conseguía de la que iban dejando por vieja, y de pedir favores a los curas con sus letanías de penurias en cada pueblo al que íbamos. Claro que eso de un hombre para todo… hombre completo no era. No sé si me entiende. Tenía la mente de un niño. Era retrasado, vamos. Sé que no está bien hablar mal de los muertos, pero era así, inocente. Ya de críos, sólo me llevaba tres años con él, ¿sabe?, pues eso, que nos burlábamos un poco y le hacíamos algunas bromas, cosas de chavales, ya sabe, no había mala intención. Pero él siempre detrás de nosotros, parecía que le gustara. Creo que fue por eso, por su retraso, por lo que sus padres le abandonaron. Yo no los conocí, vi una vez una foto de ellos en un cartel antiguo. Ella era contorsionista y él domador. Eran jóvenes y seguro que se asustaron por la responsabilidad que supone tener un hijo así. Él no tenía culpa, pero eso un castigo, una responsabilidad para toda la vida, porque si de aquí de la cabeza, no crece, cómo le vas a exigir nada. Pero era bueno, nunca se quejaba, y mire que trabajaba. No le explotábamos, ¿eh?, no me malinterprete, a él le gustaba. Cuanto más trabajaba más se reía. Y disfrutaba como nunca cuando salía de abanderado en los desfiles haciendo girar la bandera como si quisiera formar un ciclón, miraba para arriba embobado, quiero soplarle a las nubes me dijo un día. Pobre. Y cuidaba de los animales muy bien. Tenía las jaulas más limpias que haya tenido nunca un circo. Una tontería, imagínese, pero tampoco se le podía exigir más, y con eso no hacía daño a nadie. Aquí se le quería mucho, era uno más de la familia. Cierto es que era un mozo de pista un poco torpe. Los días que cambiábamos el orden de los números, o quitábamos alguno por cualquier problema, el pobre no daba pie con bola. Ya estaba el resto de la función indeciso, perdido entre el atrezo. Luis, el mago, no le tenía mucha paciencia. Le gritaba más de la cuenta, pero es que él, durante la actuación del mago, se quedaba paralizado, con la boca abierta como un subnormal… bueno, perdón, quise decir… es una forma de hablar, ya me entiende, no hay desprecio ni nada de eso. La cosa es que le gustaban los números de magia, y mire que los vio veces, pero para él, cada día, como si fuera la primera. Yo creo que idolatraba a Luis, por eso le aguantaba el mal trato. Bueno, maltrato no era, era un poco duro con él, no le tenía la paciencia necesaria, pero de ahí a maltratarlo, pues no.
Con quien sí hizo buenas migas desde siempre fue con ella, con la niña. Con Isabel quiero decir. Ya no era tan niña, la pobre. Es una desgracia. Era una mujercita. Se llevaban bien. La vida del circo no es lo mejor para un chaval, ¿sabe?, de aquí para allá todo el tiempo, sin amigos. Por eso hicieron buenas migas, porque eran los dos unos críos. La una por la edad y el otro porque de aquí, de la cabeza, ya sabe, no creció. Estaban todo el día juntos. Hace un mes tuvimos un problema porque arrancó un montón de flores de un jardín para hacerle un collar y una corona. Faltó poco para que nos denunciaran, tuve que rogarle a la dueña de la casa de rodillas que tuviera compasión, que el pobre no tenía luces. Y luego es cierto que le abronqué, a Ernesto. Estaba muy nervioso y me dejé llevar, no recuerdo bien, pero puede que me pasara un poquito. No había mala intención, entiéndame, eran los nervios. El caso es que Isabel intercedió por él, y se lo llevó. Se fue llorando mientras ella le acariciaba la cara y le iba diciendo pobre Ernesto, nadie te quiere. No quiero pensar que fuera eso lo que… pero claro, quién sabe lo que pasa por la cabeza de nadie, y mucho menos por una como la suya que no funciona igual. Porque el cerebro es el de un niño, pero el cuerpo no. Y el cuerpo tiene sus necesidades, ¿sabe? Cuando era más joven, de chavales, sí que tuvimos algunos problemas, es que se… tocaba en cualquier parte, ya me entiende, se masturbaba, sin problemas, donde le apetecía. Mi padre le quitó esa costumbre, y conociéndolo, no fue precisamente charlando que lo consiguió. Yo creo que fue eso lo que pasó, que el cuerpo le pudo a la cabeza, o que esta no pudo dominar el cuerpo, que viene a ser lo mismo. Y ya ha visto el tiarrón que estaba hecho, un toro, y no solo por grande, que con el trabajo que hacía buenos músculos criaba. Yo no creo que la matara para luego violarla, nunca le vi mala intención en nada, era un alma de dios, pero claro, ella, en sus manos, una pluma. Imagino que en el forcejeo pudo ahogarla. No me lo puedo imaginar. Pensará usted que es una locura, pero al encontrar el cuerpo de ella en el baúl del mago, a mí se me ha ocurrido que… Ese baúl se utiliza en el número final, ¿sabe?, se van metiendo, uno tras otro, las dos ayudantes y por último Luis, el mago, y desaparecen. Pues se me ha ocurrido que metió allí a Isabel para hacerla desaparecer, o esperando que surgiera de nuevo tras las gradas, en la entrada principal de la carpa que es por donde aparecen, en la actuación, como si nada hubiera pasado. Eso entra dentro de las cosas que solía decir. Decía de su madre que no tenía huesos o que las nubes eran humo del cielo que se estaba quemando. Cosas que se le ocurrían, ya le digo. Y otras que le decían los demás, como bromas, sin mala intención, para reírse un rato con él, como que las mariposas eran dibujos que se habían escapado de los libros o que las estrellas eran agujeros en la carpa con que guardaba dios el mundo por la noche.
Yo escuché el trote del caballo, claro, a esa hora y con este calor está todo tan inmóvil que era imposible no hacerlo, pero creí que estaban ensayando, no le di mayor importancia. Fue luego de media hora de cabalgada que la curiosidad me pudo y entré a ver. Entonces lo vi, daba vueltas y vueltas por la pista. Le llamé la atención, claro, el caballo estaba sudando y él tenía cara como de ido. Me miró asustado y se bajó del animal. Subió por la escalera hasta el trapecio sin atender a mis llamadas. No quiero pensar que fueron mis gritos los que lo asustaron tanto, es una tontería, ya lo sé, pero me pareció entender, que cuando se soltó del trapecio tras ese impulso, pretendía volar. Una estupidez de esas que se le ocurren a uno cuando no encuentra explicación más sencilla a lo que pasa. Pero a riesgo de parecer loco, yo estoy seguro que lo que pretendía con la cabalgada y el salto, era escapar.

Trauma, quizá maldición




Fue en el verano en el que madurábamos la pubertad —cuando los juegos muestran una tendencia clara a mutarse en sexo—, que pasado el mediodía y chapoteando en la alberca, yo encontraba un secreto placer en abrasarme en el fuego que se generaba de rozar su cuerpo con el mío.
Salimos del estanque y nos tumbamos al sol. Ella, boca arriba, con sus pechos duros y orgullosos de juventud señalando al cielo bajo la diminuta tela; yo, boca abajo, ocultando una erección de la misma naturaleza. La risa tonta de los quince años, que decía mi madre, no abandonaba nuestras bocas.
—¿Conoces la historia del escalador de montañas? —dije mientras mis dedos, como piernas de un hombre diminuto, caminaban por su brazo en dirección a aquellas lomas que me hipnotizaban.
Ella reía mientras me apartaba la mano.
—Era un hombre decidido que no se dejaba vencer tan fácil. —Y volvía a intentarlo desde otro ángulo obteniendo el mismo resultado.
—Será mejor que te cuente, entonces, la de aquel otro al que le gustaban los desfiladeros. —Y mis dedos consiguieron cruzar por entre sus senos. Yo me crecí y cuando planeaba una incursión a su ombligo, y quizá seguir más abajo, cruzó por la vereda la vieja Tomasa que, conociendo nuestro parentesco, nos acusó con su aviso.
—Los primos, cuando se casan, tienen niños tontos.
Fue el temor de que hubiera visto mis intenciones lo que me asustó, luego, el eco de las preguntas que me nacían... ¿Casarse? ¿Hijos? Yo no pensaba en eso… ¡lo mío era tan simple!
Desde entonces y sólo ante mi prima, aquel conjuro toma fuerza y mi entrepierna, recordando el sobresalto, se convierte en copia del rostro de aquella bruja: un trozo de piel mustia donde se amontonan las arrugas.