jueves, 7 de abril de 2016

En Queens




Se inclinó un poco sobre la mesa para servirme el café. El escote del uniforme rosa y blanco me enganchó los ojos e imaginé caerme por aquel desfiladero.
—¿Señor? —Creo que me llamó varias veces. La vuelta de mi ensoñación hubiera sido traumática de no haberme encontrado con aquella boca que era una grieta de lujuria— Le preguntaba que si quiere comer algo. ¿Bacon, huevos, salchichas…?
—No, no, gracias —volví al escote, a seguir soñando—, bastará con un par de bollos.
Se alejó serpenteando la silueta, mostrándome el trasero coronado por el lazo del delantal que lo adornaba como a un regalo apetitoso.
Me hice adicto al café, al que ella me servía.
—¿Trabajas cerca? —me preguntó semanas más tarde, cuando la costumbre nos había dado cierta familiaridad
—Sí —le mentí—, a un par de manzanas. —No podía decirle que de tanto caminar para verla me estaban saliendo callos en los pies—. Pero hubiera venido desde el mismo centro de Nueva York para desayunar contigo. —Así disfracé la verdad con una galantería y gané una sonrisa que era solo para mí.
Aquel día nos encontramos en direcciones opuestas caminando por el pasillo que al final de la barra llevaba a los baños. Era estrecho, no llegaba al metro de ancho. Ella llevaba en las manos la cafetera y un plato con un sándwich. A cada intento de apartarnos para ceder el paso, el otro, a destiempo, se le ponía delante. Nos reímos. Cogí su cintura y me abrasé en el fuego que subía por mis brazos desde su talle. Giramos lentamente, como si bailáramos. Se pararon los relojes y también mi corazón; temiendo por ello una muerte cercana, decidí tomar el desayuno que siempre quise. Acerqué su cuerpo al mío y, desnudándome en su olor, la besé.