miércoles, 28 de septiembre de 2011

Tarde de pesca (escena)


Estaban sentados en el malecón. Les colgaban los pies sobre el agua. Cada uno sujetaba una caña de pescar acorde a su tamaño.
—Abuelo.
—¿Qué?
—¿Cómo sabes que les gustan los calamares?
—Porque lo sé.
El niño reajustó el culo sobre el suelo de cemento y bamboleó las piernas.
—Abuelo.
—Dime.
—Para pescar calamares, ¿también hay que ponerles calamares de cebo?
—Los calamares no se pescan con caña.
—Pues con lo que se pesquen.
—Calla, que asustas a los peces.
Durante casi un minuto no se escuchó más que el chapoteo de las olas adormecidas contra la piedra.
—Yo ya no tengo miedo a la oscuridad.
—Claro, te estás haciendo mayor.
—Sí, mi madre dice que voy a ser más grande que papá.
—Ajá —asintió el abuelo, y si sentía impaciencia no la dejaba traslucir en su tono monótono.
—Abuelo.
—¿Qué?
—¿Los peces pescan hombres?
—No, esperan para comérselos a que se caigan al agua.
—¿Y si se tiran ellos?
—¿Quiénes?
—Los hombres, si se tiran al agua, si no se caen.
—Pues lo mismo.
El niño se entretiene echando miguitas de pan al mar.
—¿Y los peces no se caen a la tierra?
—A veces. Pero no se caen, se varan.
—Claro, no saben caminar.
El anciano gira la cabeza y mira a su nieto.
—¿Cómo dices?
—Que se paran porque no saben caminar.
—Sí. —Sonríe—. Debe ser eso.
El sol, que andaba ya cerca del horizonte, estiraba las sombras sobre el mar que las ondeaba con su viento de agua.
—Abuelo.
—¿Sí?
—No quieren picar. Seguro que ya han comido.
—No pican porque saben que estamos aquí. Como no te callas, se asustan.
—¿Yo les doy miedo a los peces?
—Claro.
—Yo ya no tengo mied… —Se mordió el labio al recordar que ya lo había dicho. Recogió un poco del sedal y, al ser consciente del sonido del carrete, miró a su abuelo que permanecía impasible.
—Pero eso será solo a los peces pequeños. Cuando crecen dejan de tener miedo, ¿verdad?
—Verdad.
La luz llegaba filtrada por algunas nubes pegadas al atardecer y teñía el puerto con un toque de fuego, como si todo fuera ya solo el rescoldo de un día abrasador. El cemento se aliviaba en la brisa que traía un frescor robado al agua. Ellos seguían mirando al horizonte, sentados en el malecón, con los pies colgando.


—Abuelo…

viernes, 4 de marzo de 2011

Relatividad



Para alimentar su vanidad escribió un microcuento en un pósit. Lo enrolló y, tras seguir una fila de hormigas, lo introdujo con cuidado en su nido.
Las imagina hablando de su descubrimiento; diciendo con admiración: “Es la más grande historia jamás contada”.

domingo, 27 de febrero de 2011

Nieve en el infierno




Yo deseaba a Margarita pero, cuando esta era puta, no podía tenerla porque yo era pobre. Por eso, desde la otra acera, con las manos metidas en los bolsillos, buscando y rebuscando el dinero que no tenía para pagarle por su amor, la miraba pescar clientes utilizando de cebo el balanceo de sus caderas y apretadas minifaldas. Primero, como era más fácil que conseguir la plata para comprarla, mendigué sus favores.
—¡Déjame en paz, chaval! —Me alejó con un gesto de su mano, espantándome.
Busqué un trabajo en una obra aunque, tras un día agotador, la paga no me alcanzaba ni para un beso. Por la noche, después de una paja poco satisfactoria y antes del sueño reparador, concebí un plan que me daría lo que tanto deseaba. A la mañana siguiente cogí un cuchillo grande de la cocina y salí. Salí rápido e hice una parada en la tienda de la esquina que da al parque, la de Marisa. No hubo muchos problemas, sólo gritos histéricos que tuve que acallar, o cortar, para ser más preciso.
Esperé escondido hasta la hora en que las chicas con nombres de flores salían a trabajar. En todo el rato no dejé de contar el dinero y deshojar mentalmente a Margarita, primero una pierna, luego la otra; me quiere, no me quiere... Cuando la calle floreció avancé hacia ella con el estómago encogido por la cercanía de ver cumplido mi sueño. Se me cruzó en la calle un coche de la policía. Saltaron sobre mí cuatro uniformados a los que mis gritos no hicieron mella, se limitaron a callarlos, a golpearlos con sus porras. Me encerraron. Por lo visto le dio por morirse a Marisa, la de la tienda.
Pasaron algunos años. Al regresar al barrio pregunté por ella.
—Ya no es puta —me dijeron—, un viejo con dinero la retiró de la calle y al morirse le dejó una fortuna.
Aunque llevaba otro peinado y no tenía minifalda, la reconocí por el balanceo de sus caderas. Me atusé el pelo con las manos y fui a ella con cara de hombre serio, limpio y domesticado.
—Una mujer como yo no conviene a un buen chico como tú —me rechazó con una risa y un gesto displicente, alejándose.
Con el filo cortante de la señal de stop en la esquina en la que ella trabajaba antaño, por aquello de la poesía, golpeé mi ceja con fuerza hasta cortarla. No me afeité en días ni me lavé. Con un cigarrillo colgando de mi boca y la cicatriz recién estrenada fui a ella. Cansada de la persecución, vocalizó claramente.
—¡Niño! —me dijo— Me acostaré contigo cuando nieve en el infierno.
Me refugié en las pajas que, aunque no me satisfacían más que unos segundos, no dejaban resaca como las que me producía el licor. Con la mente lúcida pues, recé mañana, tarde y noche. Perdí casi una semana hasta darme cuenta del error. Dios no atendería ninguna petición de las del tipo que yo estaba haciendo. Perdido y desesperado vi como única salida invocar al diablo. Apareció en medio de una llamarada roja y algo de humo. Olía a azufre, o a sudor, para ser más exacto. Impaciente le ofrecí mi alma si me ayudaba, si apagaba por un día las calderas y hacía nevar en el infierno.
—Ja, ja, ja. —Reía estrepitosamente—. Tu alma ya me pertenece. — Enarcó las cejas en un gesto muy teatral y con una leve reverencia añadió—.  Pero te ayudaré.
Justo antes de irse, por curiosidad, quise saber el motivo.
—¿Por qué lo haces entonces?
—Ja, ja, ja. —Volvió a reír y desapareció en una implosión.
El día fijado nevó en el infierno, algunas almas me miraron agradecidas antes de romperse como frágiles espejos por el cambio brusco de temperatura. Margarita cumplió su palabra y entre los dos derretimos el hielo ocasional del inframundo.

Satanás vino a verme la tarde siguiente mientras yo, satisfecho, paseaba por el Retiro.
—¿Qué tal? —preguntó.
—Bien, bien —contesté dichoso—, gracias. Oye —exclamé—, no me respondiste a la pregunta que te hice el otro día, ¿por qué me ayudaste?
En ese momento, desentendido de mis dudas, el Demonio cogió su tridente a modo de jabalina y lo lanzó directo al corazón de un cura que hablaba con una señora de edad avanzada y vestimenta gris. El arma desapareció al contacto con la víctima, demostrando su procedencia mágica y su falta de efectividad real, aunque el de la sotana empezó a salivar y a mirar fijamente el busto generoso y algo bajo de la mujer. Se me antojó que el alma ya empezaba a pudrírsele.
—Creo que lo he entendido —le dije.
—¿Sí?
—Sí. En el fondo eres un jodido romántico.
—Ja, ja, ja. Guárdame el secreto, tengo una reputación que mantener.
Desapareció en un chasquido y dejó, suspendido a mi alrededor, el eco de sus carcajadas y un fuerte olor a sudor; o a azufre, que no sabría decir.
Continué mi paseo con los ojos cerrados para recordar de forma más nítida la noche anterior y, cada tanto, pasaba la lengua por mis labios recuperando así en la boca el sabor del coño de Margarita.

El duende Perico









El duende Perico
Que cuida del bosque
Con todo tropieza
Y se descalabra
Cuando con torpeza
Se pisa la barba
GRRRRRRRRR
Todos ven pero nadie entiende
¿El qué?
¡El humor del duende!
El duende Perico
Trabaja en el huerto
Se clava una espina
Se tuerce un tobillo
Si al doblar la esquina
Pisa el rastrillo
GRRRRRRRRR
Todos ven y a todos sorprende
¿El qué?
¡El humor del duende!
Al duende Perico
Para curarlo
Su pequeño tesoro
Pone en su cara
Un beso de oro
Ya no está serio
Ya no tropieza
Y el trabajo duro
Hace con destreza.
El duende Perico
Si las cosas
Bien o mal hace,
todo depende
¿De qué?
¡Del humor del duende!
Si con cara muy seria
Voy a trabajar
O de compras.
A la feria
O al cole a estudiar
Si las avispas me pican
Si con todo tropiezo.
¿Necesitaré vitaminas?
¡No! ¡No! ¡No!
¡Necesitas un beso!

viernes, 25 de febrero de 2011

Fue tan poca cosa




Vivir es complicado y lo será mientras no señalen los límites con claridad: a este lado lo que está bien, al otro lo que está mal. Incluso deberían vallarse las lindes para evitar accidentes. Porque eso ha sido todo: un accidente, una tontería, una sucesión de cosas diminutas.
Íbamos a celebrar el fin de los exámenes con una cena en casa. Ricky y mi novia discutían en el salón de algo intrascendente con la vehemencia del que quiere salvar el mundo. Isa, la novia de Ricky, para no sentirse desplazada o porque quería ayudar, vino a echarme una mano a la cocina. Se puso a fregar los cacharros que invadían el fregadero. Puede que el chorro estuviera juguetón porque le salpicaba a cada momento. Corrí a ponerle un delantal y si la rodeé con mis brazos no fue para otra cosa. Apenas me fijé en las pecas que daban a sus hombros un tono cobrizo, ni olí el aroma de susurros que tenía tras la oreja. Como las manos mojadas la convertían poco menos que en una inválida le di un sorbo de vino de mi copa.
Seguro que fue entonces que el deseo se me escabulló por los ojos y acabó coloreándole las mejillas. Y sucedió que al esbozar aquella sonrisa se le escapó una gota de vino a pulir el brillo de sus labios, y mi alma de alcohólico le ganó la partida a su dedo que detuvo la marcha a medio camino, cuando ya mi boca estaba haciendo su trabajo.
Solo fue un beso, pequeñito, pero ni mi novia ni Ricky, que nos miraban desde la entrada, lo creyeron así, aplicaron la misma vehemencia que en su discusión. De ese modo y en solo un momento, pasé de quemarme en la hoguera de la lujuria al gélido infierno de la soledad.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Desajustes





Desde el primer día estuve escuchando el uso tan particular que hacía del vocabulario.
—Pues yo soy altruista, lo he aprendido todo solo.
—Autodidacta —le reparé aquella primera vez, comedido, arrepentido al instante de corregir a mi jefe.
—Eso he dicho —concluía él.
Semejantes perlas caían a veces de forma esporádica, otras como el granizo.
—Créete lo que te digo, no seas aséptico.
Acostumbrado después de varios meses, llegué a pensar que habiéndose aprendido el diccionario, quizá por un golpe o una caída, en su cerebro los significados habían quedado separados de las palabras correspondientes.
—No tiene importancia, es irreverente.
Era una explicación estúpida, como el sentido de sus frases.
—Mi vecino Paco es estrambótico, no sé cómo puede ver con los dos ojos que se le juntan.
Mis esfuerzos, entonces, pasaron de corregirlo a evitar la risa.
Puede que ese defecto se le pasara a la vista porque un día cruzó un semáforo en rojo, y le atropellaron. Fui a verle al hospital. Algunos huesos rotos le mantuvieron semanas postrado en aquella cama.
—Hola, Pedro —me saludó con alegría—. Vienes, sin saberlo, a acabar con mi angustia.
—¿Y eso?
—Con tantas horas muertas, y no teniendo otra cosa que hacer que pensar, me encuentro perdido en la disquisición que se resuelve con dos opciones. Mi natural bonhomía, aunque escondida tras una fachada de persona resolutiva, me impide decidirme por una u otra. Siendo la muerte el fin y el destino igualitario para todos ser vivo, cosa que le da un grado de veracidad por la repetición constante, ¿no es la vida, entonces, pura entelequia? ¿Una ilusión de los sentidos? ¿O es la muerte lo irreal?
Sorprendido, la única respuesta que me vino a la cabeza fue: «Lo que un golpe rompiera, parece que otro lo arregló»