Estaban sentados en el malecón. Les colgaban los pies sobre
el agua. Cada uno sujetaba una caña de pescar acorde a su tamaño.
—Abuelo.
—¿Qué?
—¿Cómo sabes que les gustan los calamares?
—Porque lo sé.
El niño reajustó el culo sobre el suelo de cemento y
bamboleó las piernas.
—Abuelo.
—Dime.
—Para pescar calamares, ¿también hay que ponerles calamares
de cebo?
—Los calamares no se pescan con caña.
—Pues con lo que se pesquen.
—Calla, que asustas a los peces.
Durante casi un minuto no se escuchó más que el chapoteo de
las olas adormecidas contra la piedra.
—Yo ya no tengo miedo a la oscuridad.
—Claro, te estás haciendo mayor.
—Sí, mi madre dice que voy a ser más grande que papá.
—Ajá —asintió el abuelo, y si sentía impaciencia no la
dejaba traslucir en su tono monótono.
—Abuelo.
—¿Qué?
—¿Los peces pescan hombres?
—No, esperan para comérselos a que se caigan al agua.
—¿Y si se tiran ellos?
—¿Quiénes?
—Los hombres, si se tiran al agua, si no se caen.
—Pues lo mismo.
El niño se entretiene echando miguitas de pan al mar.
—¿Y los peces no se caen a la tierra?
—A veces. Pero no se caen, se varan.
—Claro, no saben caminar.
El anciano gira la cabeza y mira a su nieto.
—¿Cómo dices?
—Que se paran porque no saben caminar.
—Sí. —Sonríe—. Debe ser eso.
El sol, que andaba ya cerca del horizonte, estiraba las
sombras sobre el mar que las ondeaba con su viento de agua.
—Abuelo.
—¿Sí?
—No quieren picar. Seguro que ya han comido.
—No pican porque saben que estamos aquí. Como no te callas,
se asustan.
—¿Yo les doy miedo a los peces?
—Claro.
—Yo ya no tengo mied… —Se mordió el labio al recordar que ya
lo había dicho. Recogió un poco del sedal y, al ser consciente del sonido del
carrete, miró a su abuelo que permanecía impasible.
—Pero eso será solo a los peces pequeños. Cuando crecen
dejan de tener miedo, ¿verdad?
—Verdad.
La luz llegaba filtrada por algunas nubes pegadas al
atardecer y teñía el puerto con un toque de fuego, como si todo fuera ya solo
el rescoldo de un día abrasador. El cemento se aliviaba en la brisa que traía
un frescor robado al agua. Ellos seguían mirando al horizonte, sentados en el
malecón, con los pies colgando.
—Abuelo…
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