viernes, 20 de noviembre de 2015

El examen




En épocas de exámenes, la biblioteca de la Facultad se convierte en un muestrario de zombis, de seres demacrados que más que dar miedo lo rezuman por sus poros. Allí andan algunos encorvados, sujetándose la cabeza como si esta quisiera escapar de ese suplicio y la obligaran a mirar fijamente los libros abiertos de hojas infinitas. Unos pocos están estirados sobre las diminutas sillas, retrepados hasta la insolencia, pretenden, quizá, imitar la postura que tendrían de estar sobres sus camas. Otros, en una paradoja, pasean afuera como animales encerrados.
El murmullo en la biblioteca es eterno, pero las risitas que bailan sobre él en algunos meses han desaparecido en esta época gris. Ahora el murmullo recuerda a una letanía de rezos donde se repiten leyes y fórmulas con la esperanza de alcanzar la inmortalidad en nuestras mentes cansadas. Ya tarde, cuando se acerca la hora de las brujas, se hacen más patentes nuestras ojeras y nuestra piel blanca nostálgica de sol.
Frente a mí había aquella noche una chica a la que no recordaba haber visto nunca. Tenía el pelo largo y muy lacio, y también indómito, pues una y otra vez se le escapaba de la prisión de la oreja donde ella se empeñaba en dejarlo con un gesto mecánico y puntual de una veintena de latidos. Movía los labios como si recitara lo que estaba leyendo, pero parecía más un tic, pues sus ojos pasaban sobre el texto a una velocidad a la que sería imposible la dicción. Cada tanto levantaba la cabeza y doblaba el cuello hacia atrás para descongestionarlo de la postura forzada a la que lo tenía sometido. Cerraba los ojos y abría la boca en ese gesto, así podía yo mirarla tranquilo sin miedo a ser descubierto. Quedaban, en esos segundos, expuestos a mi vista la parte de su pecho y aquellas pecas que el escote redondo y vencido de su abrigo de lana no podía esconder. Apenas se le veía allí donde la carne cambia de ángulo y empiezan o acaban, que nunca lo supe, los senos. Y entre ellos, una sombra, un hueco, una promesa de calor como el que yo empezaba a sentir y que atribuí equivocadamente a la calefacción.
Una de esas veces nuestras miradas se cruzaron, se quedaron unidas un segundo. Yo le sonreí y ella bajó la vista al libro, pero ahora, consciente de que la miraba, no pudo continuar con su rutina automática y empezó a jugar con un lápiz al que hacía apoyarse sobre la mesa y sobre el que resbalaba sus dedos desde arriba hacia abajo; volvía a girarlo y a resbalar sus dedos sobre él. Creo que noté el rubor pintar sus mejillas. Cuando se llevó el lápiz a la boca, tratando de aparentar naturalidad, la imaginación me bañó de fuego.
Aproveché que dio un bostezo y me acerqué a ella con mi termo.
—Hola, tengo café, ¿te apetece uno?
No esperé a que me respondiera, lo abrí y empecé a llenar la taza que le hacía de tapa.
—Aún no he tomado, la taza está limpia —y seguí hablando, no podía darle la oportunidad de rechazarme—. Puede que esté amargo, no me gusta mucho el azúcar y para estar despierto es mejor que sea fuerte. ¿No crees?
Tras la sorpresa en que permanecieron sus ojos un rato, se podían leer las preguntas cuya falta de respuestas la descolocaban. Seguí con mi cháchara.
—Si quieres puedo tomar un sorbo antes y así te demuestro que no está envenenado. O igual soy inmune al veneno, que todo puede ser.
Su falta de respuesta ya me estaba afectando y un escalofrío empezaba a tomar fuerza en mis rodillas y en la espalda, a la altura de los lumbares. Fue la sonrisa que se le escapó la medicina para mis temores.
—¿Cuándo es el examen? —(Dejé de hacer el payaso).
—Mañana.
—El mío también, y… ¿sabes? No creo podamos ampliar mucho nuestros conocimientos en lo que nos queda de noche. Creo que la estamos malgastando.
—La noche —dijo con un toquecito de sorna
—Sí, la noche.
—No te voy a preguntar cuál es tu proposición. Gracias por el café, y ahora, si no te importa…
—¿Me vas a echar así? ¡Hemos compartido un vaso! —protesté.
—Me has regalado un café y eso no me obliga a nada. Los regalos no se pagan, perderían su esencia.
A cada segundo ella se adueñaba del aplomo que yo perdía.
—¿Volveremos a vernos?
—Eso depende de la capacidad que tengas para controlar tus sueños.
Asentí y volví a mi sitio, vencido. Ella siguió allí hasta la madrugada, y yo no la perdí de vista. Seguí viendo el baile del lápiz, los dientes que lo mordían, los dedos que encerraban el pelo en la oreja y, de vez en cuando, una sonrisa que me regalaba a cada rato desmintiendo el frío de su trato.
La luz del amanecer nos trajo un despertar al mundo amplio de la realidad. Los estudiantes florecieron como las malas hierbas con los primeros rayos de sol de la primavera, y el temor al fracaso se hizo denso como la gelatina.
Yo, suspendí el examen. Apenas contesté a tres o cuatro cuestiones. No me preguntaron por sus pecas, ni por su pelo, ni siquiera por el color de sus ojos, tampoco por las nueve cifras que me pasó en un papel cuando se fue al filo de la madrugada; porque esas fueron las únicas cosas que logré memorizar aquella noche.

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