domingo, 29 de noviembre de 2015

El enigma




A la pregunta de —¿Cuántos añitos tienes?— Andrea responde extendiendo los cinco dedos de su mano derecha como los rayos de un sol de lápiz. Luego, con el índice de la otra mano, como una nube solitaria en el cielo limpio, oculta dos de ellos, los dobla, los castiga, y muestra triunfante un sol eclipsado con tres rayos curvados por el esfuerzo. La luz está en su sonrisa, en sus diminutos dientes, en sus rizos.
La niebla que sale de detrás de la mampara de la ducha, avanzando como una difusa araña por el techo, va cargando el ambiente de un agradable calorcito en el que se disuelve la pereza de quitarse la ropa. Héctor canta, hace gárgaras y juega con el agua caliente. Ella lucha por sacar la cabeza por el estrecho agujero del jersey, se queja, gruñe, se enfada. Cuando lo consigue, una misteriosa llamada a su curiosidad la lleva frente al espejo empañado, donde pasea un dedo por el cristal frío y fabrica líneas sin sentido y círculos deformes. Tras una pausa pequeña, piensa y decide que puede pintar una casa, su hermano le enseñó cómo hacerlo, pero ya no le queda espacio, sólo un rinconcito donde dibuja el tejado, que también Héctor le explicó que es como la “A” de Andrea. Luego lo borra todo con su mano abierta diciendo adiós. Su palma está mojada y en el espejo está lloviendo, se ven montones de pequeñas gotas de agua suspendidas en el aire, como en una foto, pero ella se mueve. ¡Qué divertido!
La puerta se abre rápido, y suena la voz de mamá, presurosa, impaciente.
—Héctor, termina ya, no gastes más agua caliente. ¿Y tú? ¿Todavía estás así? Desnúdate y avísame cuando estés para que te duche.
Aunque se baja los pantalones y las braguitas a la vez con las manos hasta las rodillas, termina el trabajo subiendo y bajando los pies como un soldado que desfila sin moverse del sitio, luego recoge la pelota de ropa y la pone en la cesta de mimbre. Se gira al espejo que vuelve a estar blanco y hace una ventana para encontrarse con su cara. Se saluda con una sonrisa, abre la boca para mirar dentro y pone caras monstruosas que la hacen reír hasta la carcajada.
La puerta de la mampara se mueve a un lado y sale de entre el vapor Héctor, chorreando, con el pelo en tres mechones tiesos, desequilibrados, como los de un monigote de tiza. Tiene los brazos estirados al frente y las manos con los dedos como garfios. De su boca sale un gruñido que acaba su terrorífico timbre en un castañeo de dientes llevándolos a los dos a una serie de risas estridentes y contagiosas.
Andrea lo mira mientras se seca, observa su cara allí arriba y luego posa sus ojos por debajo del ombligo, en su tímido pene. Se acerca curiosa y una vez más, como todos los días, quiere tocarlo. Su hermano, al darse cuenta, le retira el dedo extendido con un manotazo. Ella sigue mirándolo fijamente, abstraída, y busca con sus manos entre sus muslos. Al no encontrar nada parecido trata de acercar sus ojos, para ello dobla las piernas ligeramente, mete el culo, arquea la espalda y baja la cabeza todo lo que puede. Parece un enorme signo de interrogación. Está en esa tarea cuando entra su madre y busca en ella la respuesta al enigma del momento
—Mami, ¿a mí cuando me va a salir el pito?

2 comentarios:

alma-amater.blogspot.com dijo...

Jaja. Me encanta. Bien escrito.Divertido, tierno y poético. Me ha recordado muchos momentos.
Balbi Mar

P. Conde dijo...

Gracias, Balbi. Ya han crecido y han perdido aquella ternura. Tienen otras cosas buenas, claro, pero los echo de menos de pequeñitos.