Su pequeño cuerpo parecía un perchero del que colgaba toda la ropa que pudiera tener en propiedad. En la última capa un tres cuartos de color indefinido de cuyos bolsillos sacaba rápida las piedras que arrojaba a su invisible perseguidor. Desde su boca también le arrojaba insultos, gritos ininteligibles, arañados y rasgados por los dos únicos dientes que le quedaban en las encías arrasadas.
Su pelo, cortado a grandes trasquilones, parecía una roca debido al duro amasijo que formaba con el polvo y el sudor acumulado de días, de meses… En su cara y en su piel, las arrugas aprisionaban en su interior una capa de roña que, a modo de pátina, imitaban la madera vieja.
La loca tenía una historia que a veces asomaba en sus ojos espantados. Una historia que se desbordaba en gotas saladas, en abstractas corrientes que borraban la mugre de su cara y dejaban atisbar un fondo limpio y cuerdo tras los cristales recién lavados. Con esos retazos la gente componía las otras historias, completas e inventadas, al calor de los hogares, en los ratos de costura o en las colas del mercado.
—Loca, tú no estás loca, tú estás tonta, ¡ja ja ja!
Pero las chanzas no tuvieron nunca represalias. Servía de igual forma, de excusa a lo perdido.
—Juraría que lo acabo de poner encima de la mesa, seguro que entró la Loca y lo cogió.
Para todo mal inesperado.
—La Loca te echó mal de ojo.
Para desahogo de frustraciones.
—¡Fuera, Loca, vete de aquí!, sólo me faltaba que me pegaras algo.
Para matar desobediencias.
—Como no te portes bien te regalo a la Loca.
Y para acallar conciencias o calmar dolores de pecados.
—Toma, Loca, aquí tienes para que comas —y le ponían en la mano algún bocadillo o trozo de queso envuelto en papel de estraza que ella recogía sin dejar de mirar de reojo por encima del hombro.
—¿De quién corres, Loca? ¿Quién te sigue? ¿A quién temes?—y cada pregunta quedaba suelta, levitando sin respuesta. Como mucho, asistían a un nuevo episodio en el que asustada, con los ojos perdidos en ninguna parte, gritaba, tiraba piedras y escapaba del que la perseguía, de su miedo oculto e invisible.
Aquella mañana, temprano, antes de salir al campo pasé por el bar a tomar el primer café del día. Y como siempre que había una novedad que contar, un motivo para escapar de la rutina, la noticia flotaba palpable en el aire como si de la humedad se tratara.
—¿Te has enterado? La Loca ha muerto —me dijo Gregorio mientras me acercaba la taza de café humeante, cumpliendo con su deber de pregonero aficionado, con su vocación de comadre chismosa—. La han encontrado muerta en medio de la calle del Ayuntamiento.
—Pues menudo estreno que ha tenido —sentenció el Seis Dedos con un madrugador tono de sarcasmo—. Hoy era cuando iban a inaugurar las aceras y el asfalto de esa calle.
—Yo creo que la han matado. —Matías y su eterna filosofía de conspiración—. Ese no es un sitio normal para ir a morirse. Y un robo no ha sido, porque… ¿Qué tenía la Loca ?
—¡Piedras! — y contestaron risas al comentario anónimo.
—¡Qué va! Dice el cabo de la Guardia Civil que no tenía ni una, que llevaba los bolsillos vacíos. —Gregorio en voz baja, tratando de poner tono de confidencia, de misterio—. Las había tirado todas.
—Pudo haber sido un infarto, no creo que haya otra explicación —intervine yo, poniendo los pies de todos en el suelo— ¿No?
Y desde el final de la barra, con su acostumbrada parsimonia y voz ronca, nos llegó la solución del enigma de la mano del viejo Antonio, el de Las Cañadas.
—Está claro como el agua —una profunda calada al pitillo prendió nuestras miradas en su punta de fuego rojo—, lanzó todas las piedras, y en la calle nueva, en el asfalto —enredando las palabras en volutas de humo— no pudo encontrar más munición con la que seguir espantando a la muerte.
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