martes, 17 de noviembre de 2015

Club Margarito (Whisky, juego y putas)



     Como el segundero de un reloj, las gotas que caen de la bolsa de suero a la manguera que baja hasta mi brazo marcan el paso del tiempo. En realidad, yo sé que es una cuenta atrás, un descuento. Cada chof ahogado por el plástico, como si caminara sobre mojado, marca un paso de la muerte que se me acerca.

La habitación está la mayor parte del día en penumbra. La persiana me protege de la luz hiriente del sol; apenas deja pasar unos hilos que hacen visibles las motas de polvo. No sé qué hora es. Los calmantes y la inactividad han hecho de mis días un ir y venir continuo al mundo de los sueños. Son tan frecuentes los viajes de uno a otro lado que ni duermo profundamente ni nunca estoy despierto del todo.
Hay dolor, aunque ya estoy acostumbrado. Pero duele sobre todo la incapacidad. Me llena de vergüenza hacérmelo todo encima. Los primeros días, antes de que pasara la enfermera en su ronda, lloraba, y estiraba el cuello; hundía la cabeza en la almohada huyendo del olor a orín fermentado, negando la propiedad de este cuerpo que se descompone rápidamente. Dicen que las cucarachas son los animales que tienen más posibilidades de sobrevivir a un desastre nuclear por su capacidad de adaptación, yo pienso que no, que somos nosotros los que nos llevamos la palma.
No creo en Dios, pero he rezado infinidad de veces; he suplicado, he maldecido, me he negado a comer y a beber, pero algo, alguien dentro de mí, me niega la muerte. Incluso aquella vez que sujetaba la cuchilla a la altura de la muñeca, ese alguien tuvo más fuerza que yo y me detuvo. Ahora la espero imperturbable, a la muerte, y en la calma de mis horas lentas, la oigo acercarse con insufrible parsimonia
Carmen es una enfermera bajita y algo rechoncha; si no llega a ser así, si llega a tener un cuerpo delgado, con su estatura, hubiera parecido más una muñeca que una persona. Se desplaza con rapidez, como todos los de su tamaño. Cuando entra en la habitación, la sigue el rebufo de un huracán. Se mueve como una hormiga nerviosa; alza la persiana y abre la ventana un poquito.
—Está prohibido —me dice—, pero nunca supe que el aire fresco hiciera daño a nadie —y se lleva el dedo a la boca, partiendo una sonrisa cómplice, pidiendo mi silencio.
Las primeras veces que me limpiaba, que me cambiaba los pañales, yo cerraba los ojos y fingía estar más hundido en el sopor de lo que estaba. Luego, con el paso de los días, su frescura, sus risas, la cotidianeidad y la naturalidad de sus gestos me borraron el pudor. Ahora, el pudor lo siento al admitir que disfruto cuando me roza al cambiar las sábanas. Cierro los ojos cuando posa sus pechos sobre mí, y respiro su olor, su perfume de flores y el resto… quizá lo imagino.
—Hola, Ramiro. —Entra trayendo un vendaval, como siempre—. ¿Cómo está?
Esbozo una sonrisa y cierro los ojos, concentrando las fuerzas para hablarle. Ella quita la bolsa del suero que cuelga como una tripa vacía y pone una nueva en su lugar, tan llena que parece, por su superficie sin arrugas, que fuera a explotar.
—Al menos, en este maldito garito no falta el whisky, ni las mujeres bonitas —la piropeo.
—¡Ay!, que se le ve el plumero. ¡Qué adulador! —retira con un amplio gesto la sábana de mi cuerpo y mira el pañal. No puedo evitar un pinchazo de vergüenza que disfrazo con bromas.
—No quiero que tu marido se entere de lo nuestro. No estoy en condiciones de defenderme.
—¿Y quién le ha dicho que tengo marido?
—Rumores que corren.
Para hacer el rato más agradable, debo agradecer no haberme cagado encima. Ella me tapa de nuevo y se para al lado de mi cama, mirándome con sus ojos de hierba.
—Ramiro, —Me pone la mano en la frente para comprobar si hay fiebre—, este fin de semana no vengo, he cambiado el turno —y acaba en un susurro de confidencia—. Me voy de viaje.
—Bien. —Me alegro por ella—. ¿Y a dónde se va la alegría de mi huerta?
—A la sierra, de camping. —Sonríe picaruela, ilusionada— dicen otros rumores que me pedirá matrimonio.
—¿Quién osa?
—El que será mi marido. —No puede ocultar su enorme sonrisa.
—¡Ah! Bribonzuela, así que no piensas negarte.
Ella me sigue mirando con su cara de pan, se muerde el labio inferior y niega suavemente. A la vez que me hace feliz, me duele su juventud. La envidio hasta el dolor.
—¿Quién te hace el turno?
—Mercedes.
—¿Esa… puta? —no escondo mi desilusión, mi asco hacia su compañera.
—¡Ramiro! No diga tacos —me corrige con tono madrero.
—Y ahora, tengo que irme. Hasta luego. Nos veremos el lunes.
Yo, decaído por su despedida, cansado por los largos días que quedan hasta su vuelta, le muestro mi abatimiento.
—Será un adiós, no un hasta luego. No llegaré al lunes, Carmen.
—No diga tonterías. —Me lanza un beso desde la puerta—. Buen fin de semana. —Y se va.
Mis párpados, como una puerta de piel arrugada, se cierran por su propio peso, y antes de sumirme otra vez en la niebla del duermevela, se me escapa, orgullosa entre dientes, una sentencia, un deseo, un sueño.
—¿Qué te apuestas?  

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