Había días que me miraba como hipnotizado, sin parpadear. Ya
casi nunca hablaba. Los años de enfermedad le fueron consumiendo igual que el
fuego a una bujía. Sólo me miraba, extraviado, como si estuviera leyendo en mi
interior. Yo me sentía desnudo y violento, no quería que mirara dentro de mí.
Mi madre rompía la tensión sacándolo de su trance.
— ¡Niño! —nunca la oí llamarle por su nombre— ¿Qué miras?
¿Sabes quién es ése?
Y él la miraba con ojos de niño, esbozando una tímida
sonrisa, como disculpándose por su ignorancia mientras movía la cabeza
suavemente de lado a lado. Y a mí me dolía por dentro, más que si hubiera visto
mis miserias.
Una mañana ya no tuvo fuerzas para levantarse y redujo su
mundo a las cuatro paredes de su habitación. Cuando iba a verle ya no me
miraba fijamente. Tras un leve vistazo dejaba caer sus párpados y se hundía,
lento, como perdiéndose en una niebla de sábanas de algodón. Ni siquiera mi
madre lograba traerlo de vuelta.
— ¡Niño! —¡Quién sabe si olvidó su nombre!— ¡Niño!
¡Escúchame!...
Y él desobedecía. Solo a veces dibujaba en su cara un gesto
de fastidio y rehusaba la comida o el agua que le ofrecía.
Ella entraba furtiva una y otra vez en el dormitorio con un
vaso de zumo y una pajita.
— ¡Niño! —le susurraba— ¡Niño! —Incansable. Y le tocaba
el brazo— ¡Niño! —la cara, la frente— ¡Niño!
La mañana del domingo mi hermano mayor dio la voz de alarma
y nos juntamos a su lado. Mi padre respiraba con dificultad, luego llenó sus
pulmones como con avaricia y los vació lento por última vez.
Mi madre trataba de retenerlo mientras le llamaba.
— ¡Niño! ¡Niño!—Y aceptando la derrota, decidió devolverle
la identidad de hombre— ¡¡¡Emilio!!! — dijo. Y lloró.
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