domingo, 10 de enero de 2016

Veinte dramas de amor y una canción desesperada

Esto solo fue un ejercicio de cambio de narrador y de tiempo verbal. Un estudio de las posibilidades narrativas. Tiene, no obstante, ese aire negro y claustrofóbico que motivó la creación de este blog. No sé con cuál quedarme. Aunque elegiría, sin duda, el que solo fuera ficción.


Veinte dramas de amor y una canción desesperada
(primera persona, tiempo futuro)

Te mirarás las manos. Estarán cubiertas de sangre. Y espantado de esa marea roja llorarás. Soltarás el cuchillo, como si solo él poseyera la conciencia asesina que lo causó todo, y retrocederás dos pasos buscando la perspectiva necesaria para entender lo que pasa. Fueron mis palabras, las que te dije antes de dar ese grito que trataba de espantar la desgracia, las causantes de la fatalidad. Que ya no te quiero dije, que puede que nunca lo hiciera. Confundí el amor con la dependencia; tú, con la posesión. Buscarás entonces, asustado ante la sangre escandalosa que sigue fluyendo, el perdón en mi abrazo. Te arrepentirás de haberlo hecho, te arrodillarás y suplicarás para que te perdone. No querías que esto pasara. Pondrás mi cabeza en tu regazo y encontrarás la poesía que guardan las cosas únicas, especiales: tú, yo; será la muerte el broche de nuestra historia. Apartarás el pelo de mi cara y reconoceré en ese gesto las promesas de felicidad que me hiciste hace tanto tiempo. Sí te quise, cuando no te conocía. Taparás la herida con tu mano en un intento de retener el torrente en el que me escapo de ti. Me duele cuando me tocas. Siempre me duele cuando me tocas. No te pude querer, nunca fuiste más que una promesa. Ni siquiera entonces lo tendré claro: no tiene el amor los bordes definidos. La muerte no explicará nada, solo me consuela el que me liberará de la esclavitud. Repetirás mi nombre como un niño perdido que llama a su madre. Cuando te deje podré volver a quererte, por un momento: eres tan frágil. Pero truncarás mis esperanzas de descanso cuando cojas otra vez el cuchillo y te cortes las venas para seguirme en ese viaje sin regreso. Yo gritaré que nunca te querré y cerraré los ojos en un intento de perderme, de camuflar mi rastro en la noche fría de la muerte. Tú te mirarás las manos. Estarán ahora manchadas con nuestra sangre. Verás en esa mezcla nuestro destino. Juntos para siempre. Sonreirás; y yo lloraré en ese bucle tortuoso que es la vida y que no acaba en la muerte. Descubriré que tampoco la verdad libera. Deberé callar y buscar otro momento para escaparme. Seguiré mintiendo. Te diré que te quiero, que no puedo vivir sin ti, que solo la muerte podrá separarnos.
Mentiras, solo hay mentiras.






Veinte dramas de amor y una canción desesperada
(narrador omnisciente, tiempo pasado)

Se miró las manos. Estaban cubiertas de sangre. Y espantado de esa marea roja lloró. Soltó el cuchillo, como si solo él poseyera la conciencia asesina que lo causó todo, y retrocedió dos pasos buscando la perspectiva necesaria para entender lo que pasaba. Fueron las palabras, las que le dijo ella antes de dar ese grito que trataba de espantar la desgracia, las causantes de la fatalidad. Que ya no le quería dijo, que puede que nunca lo hiciera. Confundió el amor con la dependencia; él, con la posesión. Buscó, asustado ante la sangre escandalosa que sigue fluyendo, el perdón en su abrazo. Se arrepintió de haberlo hecho, se arrodilló y suplicó para que ella le perdonara. No quería que eso pasara. Puso la cabeza en su regazo y, acariciándola, encontró la poesía que guardan las cosas únicas, especiales. Él, ella; será la muerte el broche de su historia. Le apartó el pelo de la cara y ella reconoció en ese gesto las promesas de felicidad que le hizo él hacía tanto tiempo. Sí le quiso, pensó, cuando no le conocía. Él tapó la herida con su mano en un intento de retener el torrente en el que ella se escapaba. A ella le dolió su contacto. Siempre le dolía cuando la tocaba. No pudo quererlo, siguió pensando, nunca fue más que una promesa. Ni siquiera entonces lo tuvo claro: no tiene el amor sus bordes definidos. La muerte no explicaba nada, solo le consolaba el que la liberaría de la esclavitud. Repitió él su nombre como un niño perdido que llama a su madre. Ahora que le dejaba podía ella volver a quererlo, por un momento: era tan frágil. Pero él truncó sus esperanzas de descanso cuando cogió otra vez el cuchillo y se cortó las venas para seguirla en ese viaje sin regreso. Ella gritó que nunca podría quererlo y cerró los ojos en un intento de perderse, de camuflar su rastro en la noche fría de la muerte. Él se miró las manos. Estaban ahora manchadas con la sangre de los dos. Vio en esa mezcla su destino: juntos para siempre. Sonrió; ella lloró en ese bucle tortuoso que es la vida y que no acaba en la muerte. Descubrió que tampoco la verdad libera. Debió callarse y buscar otro momento para escapar. Debió de seguir mintiendo. Haberle dicho que lo quería, que no podía vivir sin él, que solo la muerte podría separarlos.
Mentiras, debió seguir viviendo entre mentiras.



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