sábado, 13 de febrero de 2016

Ava Gardner (ejercicio taller ámbito cultural)







La cansina charla de Santiago, con tintes indefinidos que iban desde lo aburrido a lo hipnótico, les fue sumiendo en una modorra densa en la que flotaban palabras sueltas. Algunas cabezas vencían por momentos la tiranía de los cuellos y los doblegaban en efímeros triunfos de un segundo de gloria. 
Fue el sonido del descorche, la risa liviana y el champán derramándose en la copa lo que los despertó a todos. A un lado de la sala, apoyada sobre la pared con cierta indolencia y bebiendo de la copa como si la besara desde la distancia, Ava Gardner les miraba sin fijar los ojos en ninguno en concreto. Ellos, los que habían tomado el lugar del orador canario, también la contemplaban, aunque boquiabiertos.
Cortázar estaba seguro de que las ninfas tenían esa forma, y hasta creyó ver que algún duende asomaba por entre sus senos. Las burbujas del champán le sonaron iguales que el gorjeo del agua avanzando por regatos escondidos y se deslizó, en su mente, por los linderos redondos de sus caderas hasta la fuente de prometedor gozo que se adivinaba en medio de sus muslos.
Kafka se hizo más pequeño, se encogió y, como quien cierra un acordeón, su cuello desapareció hasta que la cabeza quedó apoyada en los hombros. Bajó los ojos y los deslizó suavemente por el suelo hasta la punta de sus zapatos. En todo el trayecto sufrió por el temor de que la mirada tropezara con algo y el ruido atrajera sobre él, pequeño y feo, la atención de semejante mujer. Le hubiera gustado convertirse en ratón y desaparecer por cualquier hueco; o en insecto, y salir de allí volando sin que nadie se percatara de ello.
Ava seguía en su actitud. Era consciente de lo que su presencia causaba en los hombres y, al igual que los dioses se alimentan de la veneración de los fieles, nutría su vanidad recibiendo la muda pleitesía de todos los presentes.
Chéjov, temeroso de que sus deseos le exudaran por la piel y quedaran expuestos a la concurrencia, se mintió diciendo que la forma en que agarraba la botella aquella mujer denotaba una cierta reincidencia en el vicio de la bebida, y que le vendría bien hacerse un reconocimiento. Él podría, si le acercaban su maletín, explorarla, auscultarle el pecho, y puede que, para no hacerle sufrir con el frío contacto del fonendoscopio, si a ella no le importaba, acercar su oreja y oír los latidos del corazón sin intermediarios técnicos. Estaba claro, aunque sus compañeros menos experimentados en el campo de la medicina no se dieran cuenta, que la mujer mostraba un tono de piel que tiraba hacia el blanco y negro.
En la sala, sobre las cabezas del público, se formaba una nube de murmullos que se inflaba por momentos y en cada apreciación de su tamaño se anunciaba que su destino era estallar como estallan las tormentas. Era una nube de preguntas a media voz, de sorpresas, de golpes con el codo. Una nube de envidias, de codicias, anhelos, sueños… de lujurias. Una nube que fue rota por el chirrido de la silla de Fitzgerald al deslizarse sobre la tarima. Él, tras ajustarse la corbata y la chaqueta, se dirigió con paso decidido hacia la hembra mientras valoraba en esos segundos cómo podría quedar haciendo de mujer fatal, o de reina, en las producciones de Hollywood. Se dijo, convencido, que nunca contempló un animal tan bello en su vida y parándose frente a ella, con esa arrogancia típica de los norteamericanos, tomó con delicadeza lo que deseaba desde que la vio aparecer. Le quitó el champán de las manos y sorprendiéndolos a todos, bebió de la copa como beben los verdaderos cowboys, de un trago brusco, casi grosero.

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