Yo deseaba a Margarita pero, cuando esta era puta, no podía
tenerla porque yo era pobre. Por eso, desde la otra acera, con las manos
metidas en los bolsillos, buscando y rebuscando el dinero que no tenía para
pagarle por su amor, la miraba pescar clientes utilizando de cebo el balanceo
de sus caderas y apretadas minifaldas. Primero, como era más fácil que
conseguir la plata para comprarla, mendigué sus favores.
—¡Déjame en paz, chaval! —Me alejó con un gesto de su mano,
espantándome.
Busqué un trabajo en una obra aunque, tras un día agotador, la
paga no me alcanzaba ni para un beso. Por la noche, después de una paja poco
satisfactoria y antes del sueño reparador, concebí un plan que me daría lo que
tanto deseaba. A la mañana siguiente cogí un cuchillo grande de la cocina y
salí. Salí rápido e hice una parada en la tienda de la esquina que da al parque,
la de Marisa. No hubo muchos problemas, sólo gritos histéricos que tuve que
acallar, o cortar, para ser más preciso.
Esperé escondido hasta la hora en que las chicas con nombres
de flores salían a trabajar. En todo el rato no dejé de contar el dinero y
deshojar mentalmente a Margarita, primero una pierna, luego la otra; me quiere,
no me quiere... Cuando la calle floreció avancé hacia ella con el estómago
encogido por la cercanía de ver cumplido mi sueño. Se me cruzó en la calle un
coche de la policía. Saltaron sobre mí cuatro uniformados a los que mis gritos
no hicieron mella, se limitaron a callarlos, a golpearlos con sus porras. Me
encerraron. Por lo visto le dio por morirse a Marisa, la de la tienda.
Pasaron algunos años. Al regresar al barrio pregunté por
ella.
—Ya no es puta —me dijeron—, un viejo con dinero la retiró
de la calle y al morirse le dejó una fortuna.
Aunque llevaba otro peinado y no tenía minifalda, la
reconocí por el balanceo de sus caderas. Me atusé el pelo con las manos y fui a
ella con cara de hombre serio, limpio y domesticado.
—Una mujer como yo no conviene a un buen chico como tú —me
rechazó con una risa y un gesto displicente, alejándose.
Con el filo cortante de la señal de stop en la esquina en la
que ella trabajaba antaño, por aquello de la poesía, golpeé mi ceja con fuerza
hasta cortarla. No me afeité en días ni me lavé. Con un cigarrillo colgando de
mi boca y la cicatriz recién estrenada fui a ella. Cansada de la persecución,
vocalizó claramente.
—¡Niño! —me dijo— Me acostaré contigo cuando nieve en el
infierno.
Me refugié en las pajas que, aunque no me satisfacían más
que unos segundos, no dejaban resaca como las que me producía el licor. Con la
mente lúcida pues, recé mañana, tarde y noche. Perdí casi una semana hasta
darme cuenta del error. Dios no atendería ninguna petición de las del tipo que
yo estaba haciendo. Perdido y desesperado vi como única salida invocar al
diablo. Apareció en medio de una llamarada roja y algo de humo. Olía a azufre,
o a sudor, para ser más exacto. Impaciente le ofrecí mi alma si me ayudaba, si
apagaba por un día las calderas y hacía nevar en el infierno.
—Ja, ja, ja. —Reía estrepitosamente—. Tu alma ya me
pertenece. — Enarcó las cejas en un gesto muy teatral y con una leve reverencia
añadió—. Pero te ayudaré.
Justo antes de irse, por curiosidad, quise saber el motivo.
—¿Por qué lo haces entonces?
—Ja, ja, ja. —Volvió a reír y desapareció en una implosión.
El día fijado nevó en el infierno, algunas almas me miraron
agradecidas antes de romperse como frágiles espejos por el cambio brusco de
temperatura. Margarita cumplió su palabra y entre los dos derretimos el hielo
ocasional del inframundo.
Satanás vino a verme la tarde siguiente mientras yo, satisfecho,
paseaba por el Retiro.
—¿Qué tal? —preguntó.
—Bien, bien —contesté dichoso—, gracias. Oye —exclamé—, no
me respondiste a la pregunta que te hice el otro día, ¿por qué me ayudaste?
En ese momento, desentendido de mis dudas, el Demonio cogió
su tridente a modo de jabalina y lo lanzó directo al corazón de un cura que
hablaba con una señora de edad avanzada y vestimenta gris. El arma desapareció
al contacto con la víctima, demostrando su procedencia mágica y su falta de
efectividad real, aunque el de la sotana empezó a salivar y a mirar fijamente
el busto generoso y algo bajo de la mujer. Se me antojó que el alma ya empezaba
a pudrírsele.
—Creo que lo he entendido —le dije.
—¿Sí?
—Sí. En el fondo eres un jodido romántico.
—Ja, ja, ja. Guárdame el secreto, tengo una reputación que
mantener.
Desapareció en un chasquido y dejó, suspendido a mi
alrededor, el eco de sus carcajadas y un fuerte olor a sudor; o a azufre, que
no sabría decir.
Continué mi paseo con los ojos cerrados para recordar de forma
más nítida la noche anterior y, cada tanto, pasaba la lengua por mis labios
recuperando así en la boca el sabor del coño de Margarita.