Esto solo fue un ejercicio
de cambio de narrador y de tiempo verbal. Un estudio de las posibilidades
narrativas. Tiene, no obstante, ese aire negro y claustrofóbico que motivó la
creación de este blog. No sé con cuál quedarme. Aunque elegiría, sin duda, el
que solo fuera ficción.
Veinte dramas de amor y una canción desesperada
(primera persona, tiempo futuro)
Te mirarás las manos. Estarán cubiertas de
sangre. Y espantado de esa marea roja llorarás. Soltarás el cuchillo, como si solo
él poseyera la conciencia asesina que lo causó todo, y retrocederás dos pasos
buscando la perspectiva necesaria para entender lo que pasa. Fueron mis
palabras, las que te dije antes de dar ese grito que trataba de espantar la
desgracia, las causantes de la fatalidad. Que ya no te quiero dije, que puede
que nunca lo hiciera. Confundí el amor con la dependencia; tú, con la posesión.
Buscarás entonces, asustado ante la sangre escandalosa que sigue fluyendo, el
perdón en mi abrazo. Te arrepentirás de haberlo hecho, te arrodillarás y
suplicarás para que te perdone. No querías que esto pasara. Pondrás mi cabeza
en tu regazo y encontrarás la poesía que guardan las cosas únicas, especiales: tú,
yo; será la muerte el broche de nuestra historia. Apartarás el pelo de mi cara
y reconoceré en ese gesto las promesas de felicidad que me hiciste hace tanto
tiempo. Sí te quise, cuando no te conocía. Taparás la herida con tu mano en un
intento de retener el torrente en el que me escapo de ti. Me duele cuando me
tocas. Siempre me duele cuando me tocas. No te pude querer, nunca fuiste más
que una promesa. Ni siquiera entonces lo tendré claro: no tiene el amor los
bordes definidos. La muerte no explicará nada, solo me consuela el que me
liberará de la esclavitud. Repetirás mi nombre como un niño perdido que llama a
su madre. Cuando te deje podré volver a quererte, por un momento: eres tan
frágil. Pero truncarás mis esperanzas de descanso cuando cojas otra vez el
cuchillo y te cortes las venas para seguirme en ese viaje sin regreso. Yo
gritaré que nunca te querré y cerraré los ojos en un intento de perderme, de
camuflar mi rastro en la noche fría de la muerte. Tú te mirarás las manos. Estarán
ahora manchadas con nuestra sangre. Verás en esa mezcla nuestro destino. Juntos
para siempre. Sonreirás; y yo lloraré en ese bucle tortuoso que es la vida y
que no acaba en la muerte. Descubriré que tampoco la verdad libera. Deberé
callar y buscar otro momento para escaparme. Seguiré mintiendo. Te diré que te
quiero, que no puedo vivir sin ti, que solo la muerte podrá separarnos.
Mentiras, solo hay mentiras.
Veinte dramas de amor y una canción desesperada
(narrador omnisciente, tiempo pasado)
Se miró las manos. Estaban cubiertas de sangre.
Y espantado de esa marea roja lloró. Soltó el cuchillo, como si solo él
poseyera la conciencia asesina que lo causó todo, y retrocedió dos pasos
buscando la perspectiva necesaria para entender lo que pasaba. Fueron las
palabras, las que le dijo ella antes de dar ese grito que trataba de espantar
la desgracia, las causantes de la fatalidad. Que ya no le quería dijo, que
puede que nunca lo hiciera. Confundió el amor con la dependencia; él, con la
posesión. Buscó, asustado ante la sangre escandalosa que sigue fluyendo, el
perdón en su abrazo. Se arrepintió de haberlo hecho, se arrodilló y suplicó
para que ella le perdonara. No quería que eso pasara. Puso la cabeza en su
regazo y, acariciándola, encontró la poesía que guardan las cosas únicas,
especiales. Él, ella; será la muerte el broche de su historia. Le apartó el
pelo de la cara y ella reconoció en ese gesto las promesas de felicidad que le
hizo él hacía tanto tiempo. Sí le quiso, pensó, cuando no le conocía. Él tapó
la herida con su mano en un intento de retener el torrente en el que ella se
escapaba. A ella le dolió su contacto. Siempre le dolía cuando la tocaba. No pudo
quererlo, siguió pensando, nunca fue más que una promesa. Ni siquiera entonces
lo tuvo claro: no tiene el amor sus bordes definidos. La muerte no explicaba
nada, solo le consolaba el que la liberaría de la esclavitud. Repitió él su
nombre como un niño perdido que llama a su madre. Ahora que le dejaba podía
ella volver a quererlo, por un momento: era tan frágil. Pero él truncó sus
esperanzas de descanso cuando cogió otra vez el cuchillo y se cortó las venas
para seguirla en ese viaje sin regreso. Ella gritó que nunca podría quererlo y
cerró los ojos en un intento de perderse, de camuflar su rastro en la noche
fría de la muerte. Él se miró las manos. Estaban ahora manchadas con la sangre
de los dos. Vio en esa mezcla su destino: juntos para siempre. Sonrió; ella
lloró en ese bucle tortuoso que es la vida y que no acaba en la muerte.
Descubrió que tampoco la verdad libera. Debió callarse y buscar otro momento
para escapar. Debió de seguir mintiendo. Haberle dicho que lo quería, que no podía
vivir sin él, que solo la muerte podría separarlos.
Mentiras, debió seguir viviendo entre mentiras.